
por Ricardo Forster
Lo sepamos o no, nuestro
lenguaje político guarda la memoria de un remotísimo pasado en el que se
inventaron las palabras con las que todavía intentamos nombrar las
diferentes y antagónicas formas a través de las que imaginamos la
sociedad. Palabras que arrastran, en su larga marcha por el tiempo,
litigios que regresan, una y otra vez, sobre nosotros recordándonos que
mientras persista la injusticia o la desigualdad, mientras la suma de
los incontables quede afuera de la distribución igualitaria de las
decisiones y del pan, seguirá habiendo “política” y la democracia, su
alojamiento indispensable, permanecerá como expresión de lo irresuelto.
La
democracia, sistema que hoy se despliega a través de una parte
considerable del planeta, no es ni ha sido el producto de una decisión
mancomunada y pacífica que, en los albores de Occidente, tomo el
conjunto del pueblo ateniense. Fue, ayer como hoy, el resultado de un
conflicto, la evidencia de una comunidad partida, la larga travesía de
los incontables por ser parte de la suma y por quebrar la geometría de
las jerarquías nacidas del dinero, la propiedad y la sangre para
habilitar la aritmética de los iguales. Los griegos no se encontraron
sin esperarlo, y como si fuera un regalo de los dioses olímpicos, con la
democracia. No se trató ni de una esencia que esperaba su oportunidad
para ofrecerse a los seres humanos ni de un dato de la naturaleza. Fue,
antes bien, la consecuencia de la invención social o, como diría el
filósofo Cornelius Castoriadis, la evidencia primigenia de un imaginario
social-colectivo capaz de quitarle la soberanía al tirano o a los
oligarcas para construirla desde el propio demos transformando el poder,
hasta ese momento otorgado por los dioses o por la fuerza inescrutable
del destino y sostenido en el secreto de lo que proviene del reino de lo
sagrado, en una experiencia pública, visible y deliberativa.
Por primera vez se instituyó un ámbito de debate, el ágora, al que tenían acceso todos los ciudadanos en condiciones de igualdad, es decir que todos, absolutamente todos, tenían el mismo derecho a tomar la palabra independientemente de su condición social o de sus cualidades retóricas (a eso se lo llamó isegoría) y a que lo hicieran con entera libertad (el nombre que se le dio a ese giro revolucionario fue el de parresía). Fueron las reformas de Efialtes, Pericles y Clístenes, en ese extraño y fascinante siglo V a.C., las que abrieron la extraordinaria experiencia de la asamblea de los iguales cuyos cargos electivos se resolvían nada más ni nada menos que por sorteo (¿Imagina el amigo lector las consecuencias si esa fuese la forma de elegir nuestras autoridades? ¿Qué pasaría si fuese el azar el que determinara quiénes se convertirían en representantes del pueblo y no la fortuna, el poder de la publicidad y el mercado, la meritocracia o la trenza política? ¿No será, acaso, que aquella antigua sabiduría de los atenienses comprendió que el sorteo era el modo más democrático de ampliar la suma de los incontables abriendo la posibilidad de que el carpintero, el campesino, el albañil, el remero, el rapsoda, el comerciante, el propietario de tierras, el plebeyo y el noble, todos por igual, estuvieran en condiciones de ser miembros de la asamblea del demos?).
Nuestra utopía no tiene un horizonte tan lejano ni ejemplar, no pretende regresar al demos y a los debates igualitarios de la antigüedad griega, sabe de los caminos recorridos en 2.500 años de historia y de las enormes dificultades para construir nuestras propias democracias después de milenios de teocracias, monarquías, aristocracias, oligarquías, autoritarismos de distinto pelaje y dictaduras que usufructuaron, por gracia divina o de algún sujeto oportunamente inventado para la ocasión, el derecho de las multitudes a darse su propio gobierno. Pero también sabe de democracias convertidas en espantapájaros de aquellos valores de igualdad y participación; de procesos que han concluido en el vaciamiento de las prácticas esenciales de un sistema político que se basa en la continua ampliación de sus fronteras y en la permanente incorporación de aquellos que siendo parte de la comunidad suelen quedar invisibilizados o, peor todavía, excluidos de los derechos (una de las piedras de escándalo para el racismo europeo, ese que también desplegaron bajo el formato de la criminalización de los sin papeles los gobiernos de origen socialdemócrata, es que en la plataforma política presentada por el partido de la izquierda radical griega –Siryza–, los extranjeros residentes en la Hélade pasan a tener los mismos derechos ciudadanos que los habitantes autóctonos).
Algo nuevo está creciendo en la patria de la democracia, algo que pese al terrorismo mediático con el que se buscó atemorizar a la mayor parte de los votantes griegos, y más allá del pírrico triunfo de la derecha y de sus aliados ajustistas, lleva la impronta de un renacimiento popular que busca, de una manera insospechada hasta no hace mucho tiempo, en América latina –y en particular en nuestro país– el ejemplo a seguir a la hora de sustraerse al abrazo de oso de los bancos europeos comandados por la insaciable Alemania de Angela Merkel. Podrán subir las bolsas europeas creyendo que el resultado electoral aleja el espectro del default y, mucho peor todavía, la posibilidad de que una alternativa ajena al neoliberalismo decida, con apoyo popular, los destinos griegos. Lo que no podrán es evitar que la continuidad de un plan brutal de recortes de gastos públicos que afectan directamente a la salud y la educación, que la búsqueda desenfrenada de la panacea del equilibrio fiscal eliminando el demonio del déficit no conlleve una profundización de la depresión económica y un crecimiento devastador de la tasa de desocupación y que el rescate impúdico de los bancos –actores y responsables centrales de la crisis– no condicione todavía más a economías exhaustas. No habrá sido el último domingo el día en que la mayoría del pueblo griego logró sacarse el miedo ante la intemperie con la que amenazaban las grandes usinas mediáticas del establishment financiero-político europeo, pero ya veremos de qué manera en los próximos meses la derecha encontrará su propio límite. Intentar curar al enfermo utilizando las mismas recetas que lo llevaron al borde de sus fuerzas vitales es un simple acto de suicidio. El pueblo griego, heredero de una tradición de rebeldías y de grandes invenciones libertarias, sabrá encontrarse con su propia hora.
¿Qué
es la democracia? ¿Cómo funciona hoy en los países europeos en medio de
las tormentas de una crisis económica que ha dejado en evidencia
algunos problemas “estructurales” del propio sistema democrático? ¿Qué
piensan últimamente los ciudadanos griegos del valor –devaluado– de su
palabra –punto de partida de la isegoría de los antiguos helenos y
núcleo central de la invención democrática– a la hora de tomar
decisiones fundamentales para una sociedad atenazada por políticas
diseñadas allende sus fronteras? ¿Y qué opinan los españoles de la
profundización de una crisis que viene demoliendo sistemáticamente sus
derechos y sus condiciones de vida a la par que muestra la aceleración
con la que los partidos políticos hegemónicos se han puesto de acuerdo
para fijar constitucionalmente los límites del endeudamiento y del
déficit fiscal sin consultar a la ciudadanía, además de implementar un
recorte del gasto social de niveles brutales? ¿Y el ejemplo de los
islandeses que decidieron tomar el toro por las astas y enjuiciar a los
responsables de su catástrofe económica: los banqueros, además de
repudiar una deuda espuria, pero cuya iniciativa es prolijamente
silenciada por la gran prensa mundial que prefiere desconocer una acción
decididamente democrática y participativa para desplazar su atención a
la zona de pánico que tiende a aterrorizar y por lo tanto a paralizar al
resto de los habitantes de un continente extenuado y confundido? ¿Esto
era la democracia: la soberanía de los mercados por sobre los
ciudadanos, la prioridad de las cuentas fiscales sobre los derechos
sociales, la apatía de los muchos ante la voluntad omnipresente de los
pocos que visten las ropas de los dueños del capital? ¿El enmudecimiento
de la voluntad popular en nombre de una construcción artificial que ha
servido para el enriquecimiento de los especuladores? ¿Tendrá que
atravesar Europa el largo camino de la agudización de la crisis para
reencontrarse con aquella antigua tradición ateniense que inventó la
democracia como ámbito de la igualdad y a la política como el
instrumento para conquistarla?
Un miedo profundo, visceral, recorre Europa y ya no se trata de aquel fantasma del comunismo con el que Marx comenzaba un famoso manifiesto escrito en 1847: el miedo es el de la bancarrota de un sistema que, en los últimos 50 años, llevó a la mayor parte de los países europeos a niveles de vida inimaginados en otras regiones del mundo. La crisis, desencadenada por “los dioses dormidos” que se han despertado bajo la forma mefistofélica del mercado y de sus maquiavélicos especuladores, ha venido a poner en cuestión el mito de la democracia como fundamento intangible del liberalcapitalismo para poner sobre la mesa una evidencia indisimulable: que la prioridad es la del mercado y sus ingentes necesidades que, como las fauces hambrientas de un monstruo bíblico, se abre para engullir todo a su alrededor, incluso derechos adquiridos y certezas que se disuelven ante las miradas sorprendidas de sociedades inermes.
Estas preguntas pueden resultar extrañas para quienes asocian espontánea y naturalmente la democracia con la realidad actual de las sociedades europeas. Desde que en el Viejo Continente se derrotó a los totalitarismos (primero el nazifascista y, más cerca de nosotros, el soviético), los europeos se han dedicado a expandir por el mundo un relato hegemónico y homogéneo que transforma a esa región del planeta en la casa de nacimiento de la democracia y en su núcleo pedagógico esencial. Un continente que supo pasar por la trituradora de carne a más de 100 millones de seres humanos sólo en el interior de sus fronteras entre 1845 y 1945 (el siglo en el que se echaron las bases de la expansión imperial y de la “verdad democrática” europea bajo la condición del saqueo del resto de los continentes y la superexplotación de sus propios trabajadores), que también supo ser la cuna de las ideologías más homicidas que ha inventado la humanidad (y que han opacado, a lo largo de un tramo decisivo del siglo XX, esa otra tradición ilustrada y democrática que también encontró en esa geografía su punto de partida) se ha dedicado, con especial fruición, a ofrecer al resto de las regiones del planeta el manual de la verdadera democracia y de su perfecto funcionamiento, ¿dónde?, pues en Europa.
¿Qué estarán pensando los griegos mientras se desencadena sobre sus cabezas las tempestades del dios de la época que tiene la forma de la economía global de mercado? ¿Cómo imaginan que funciona la democracia allí donde se les expropió, en su momento, la capacidad de decidir sobre sus vidas en nombre de la liturgia y la fe del capitalismo contemporáneo que les exige más y más tributos para saciar su apetito infinito y para calmar la furia despertada por las “desprolijidades del gasto” griego? Extrañas vicisitudes de una realidad que, al quitarse los velos que ocultaban el funcionamiento real del sistema, ofrece la imagen de un rostro brutal en el que lo único que cuenta son los intereses de los grandes bancos y financieras, resorte último de un poder que fue fagocitando la médula de lo democrático allí donde transformó en letra muerta el derecho de los pueblos a decidir sobre su destino.
¿Y la democracia? Bien, gracias, pero no nos quedemos con menudencias cuando lo que está en juego es la salud del capitalismo global. La democracia funciona cuando los poderes consideran que no colisiona con sus intereses. Los cultores contemporáneos de la mitificación liberal republicana (que en nuestro país son legión a la hora de criticar la falta de “calidad y seriedad de nuestras instituciones” comparándolas con las de los “países serios”, esos mismos que convierten a la democracia en un pellejo vacío) nada dicen de esta nueva forma de colonialismo intraeuropeo ni de la sumisión de la propia democracia a las demandas, prioritarias, de lo que Cristina, en un giro conceptual notable y desmitificador, llamó “anarcocapitalismo financiero”. Los límites de la República se encuentran, eso quedó en evidencia, allí donde los intereses del mercado, que son siempre los de los poderosos –en este caso los alemanes que han sido los grandes beneficiarios de esa “idílica” construcción que se llama la Comunidad Europea y que fue diseñada por el maquiavelismo neoliberal durante las fatídicas décadas finales del siglo pasado en detrimento de aquellos que imaginaban una unidad europea basada no en la mercadolatría sino en los principios de la libertad y la igualdad–, se imponen sobre el conjunto de la sociedad. ¿Podrán los griegos recuperar la memoria de su antigua democracia e impedir que, en su nombre, se la vacíe de todo contenido? Algo de eso estamos intentando los sudamericanos que hemos aprendido a remar contra la corriente. Tal vez, por qué no, sea en estas regiones donde vuelva a brillar la llama de la democracia mientras en los países europeos los pueblos son conminados a aceptar, con absoluta resignación, lo que otros deciden en su nombre y contra sus intereses. Los antiguos griegos inventaron algo insólito, los actuales habitantes de esas tierras míticas se resisten, como pueden, a que les quiten hasta la memoria de ese hecho inaudito que viene del fondo de su historia. El enemigo de la democracia no es otro que ese anarcocapitalismo financiero que, en nombre de las necesidades fantasmales del mercado y de sus operadores, rapiña el derecho de un pueblo a elegir su propio camino.
fuente: Revista veintitrés
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