por Adrián Corbella (para “Discípulos de Cooke” del 11-11-12)
El concepto de “Batalla Cultural” es uno de los que con más
recurrencia se escucha en estos tiempos. Y es lógico que así sea, porque un
cambio de paradigma económico-social implica un cambio cultural concomitante. Y
ese cambio cultural es inconcebible sin un cambio educativo en todos los
niveles, incluso en el universitario.
Cada paradigma, cada construcción político-social-económica,
cada “modelo” en pugna en una sociedad, implica una ideología que lo sustenta,
una cosmovisión propia, una construcción del sentido común que le pertenece.
Por eso en cualquier proceso de cambio modélico los aspectos culturales son
vitales. El viejo y el nuevo modelo luchan, uno por conservar la hegemonía, y
el otro por alcanzarla.
De allí que cuestiones tales como la ley de medios o la
política educativa puedan alcanzar gran trascendencia, y generar auténticas
“batallas” culturales.
Y eso se da pese a que en cuestiones educativas a veces se
dan coincidencias sorprendentes.
Adam Smith, el padre del liberalismo, sostenía en “La Riqueza de las Naciones”
que la educación era una de las pocas cuestiones que debía quedar en manos del
Estado, ya que permitía a todos el progreso individual a partir del propio
esfuerzo. Claro que estas concepciones del liberalismo smithiano suenan casi
“progresistas” si se las compara con las que tienen sus seguidores del siglo
XXI, los neoliberales. El neoliberalismo favorece una creciente privatización
(o al menos arancelamiento) del sistema educativo como una manera de garantizar
la pervivencia de las desigualdades sociales realmente existentes, como un
freno a la movilidad social ascendente.
Claro que en el discurso ideológico que presentan la fundamentación
es otra. La derecha liberal chilena, por ejemplo, defiende el arancelamiento de
la educación superior con el argumento de que si fuera gratuito los pobres
estarían financiando con sus impuestos la educación universitaria de los
sectores medios.
Evidentemente en este razonamiento fallan los criterios
vinculados a la solidaridad social, algo muy alejado del pensamiento liberal.
En la educación pública el conjunto de la sociedad sostiene un sistema
educativo que permite a toda la sociedad el acceso a la educación superior. Y
por supuesto que no todas las familias tienen integrantes estudiando en
universidades. Pero, aquellos que trabajamos en la educación, sabemos cuántas
veces surgen chicos brillantes en ámbitos sociales muy humildes, en lugares absolutamente
impensados. Y en esos ámbitos sociales las dificultades para que un chico tenga
estudios superiores se multiplican por la necesidad de trabajar tempranamente,
de colaborar en la casa en el cuidado de los hermanitos, por la lejanía
geográfica respecto a los mejores centros de estudios… y por otros muchos
factores socio-económicos. La única forma de garantizar que ese ciudadano tenga
la posibilidad de estudiar es tener un sistema educativo absolutamente gratuito
y abierto a todos. Y sostenido por todos. Sociedades como la nuestra,
periféricas, en vías de desarrollo, no puede darse el lujo de desperdiciar
talentos, de condenar a la falta de educación a gente con gran inteligencia.
La educación universal gratuita en todos sus niveles es una
política democratizadora. Igualadora de oportunidades. Pero también es una
política que maximiza las posibilidades de desarrollo de una sociedad, al
ampliar la base social en la que se reclutan talentos, en la que se busca
“materia gris”. Y por eso no es casualidad que los grandes movimientos
populares como fue el primer peronismo se hayan destacado por eliminar los
últimos aranceles que quedaban en las universidades argentinas, por construir
masivamente escuelas, y por aumentar drásticamente la tasa de escolarización.
El primer peronismo también creó la Universidad Obrera,
antepasada de la actual UTN (Universidad Tecnológica Nacional), con lo cual
estableció un lazo entre el ámbito académico y el de la producción
científico-tecnológica. Esta cuestión no había sido tenida en cuenta en la
estructura tradicional del sistema educativo argentino, orientado hacia
carreras desvinculadas del mundo productivo tecnológico debido a la orientación
primario-exportadora de la economía, en la cual todo lo referente a técnica o técnicos
era importado.
Con absoluta consecuencia, el sistema educativo de tiempos
neoliberales tuvo como uno de sus ejes la absoluta desatención de todo tipo de
educación técnica, ya que la industria, la ciencia y la tecnología no estaban
presentes en el paradigma noventista. El paradigma neoliberal de la última
década del siglo XX, con la Ley
Federal de Educación a cuestas, tenía dos claros ejes : por un lado,
primarizar la educación extendiendo la etapa básica hasta noveno año (e
incluyendo en ese ciclo un compendio de todos los contenidos, porque se
esperaba que muchos alumnos no ingresarían al ciclo siguiente); por el otro,
feudalizar el sistema, con la excusa de su “federalización” creando infinidad
de sistemas provinciales distintos, y generando una realidad donde cada
institución hacía lo que quería, o podía. La educación superior no era un
objetivo prioritario. La ciencia y técnica ni aparecían en el horizonte. Y la
economía de desgajaba de toda vinculación con las ciencias sociales. Pasaba a
ser una disciplina “científica”, “técnica”, cercana a las ciencias exactas y
muy propia del Consenso de Washington.
Por el contrario en nuestro siglo, en medio de un
nuevo proceso democrático inclusivo e industrializador, se han construido más
de mil escuelas y varias universidades. La nueva ley de educación tiene un
carácter nacional, y busca unificar pautas en todos los distritos (aunque hayan
sobrevivido diferencias heredadas de la ley anterior, como la diferente
ubicación del séptimo año escolar en diversos lugares). Va en la misma
dirección el hecho de que las nuevas universidades se alcen en lugares
periféricos, ya que esto es necesario como complemento a la gratuidad de la
educación, que no alcanza para garantizar su acceso a personas pertenecientes a
sectores sociales muy modestos.
La concentración de las universidades en unos pocos barrios
céntricos de la
Capital Federal dificulta el acceso a ellas de personas que
viven el segundo o el tercer cordón del Gran Buenos Aires, ya que tienen
tiempos de viaje y gastos de permanencia muy lejos de sus casas durante toda la
jornada (lo que implica almorzar, ingerir líquidos fríos o calientes, etc)
dramáticamente superiores a los de alumnos de similar condición social que
viven en barrios de la ciudad de Buenos Aires cercanos a los centros de
estudios, que pueden volver fácilmente a sus viviendas. Por eso en esta primera
década se ha tendido a la fundación de universidades en el interior del país y
en zonas suburbanas, lo que torna más realista la igualdad de oportunidades.
Quizás las nuevas casas de estudios no tengan aún el mismo prestigio de otras
que son centenarias, pero un joven que se enfrenta al mundo con su título
universitario tiene posibilidades muy distintas que el que sólo tiene una
educación básica.
En un mundo de grandes cambios, en el cual los países
centrales se concentran en desarrollar tecnologías de punta que les permitan
mantener posiciones de poder a partir de control de dichas patentes, el
desarrollo de las potencialidades humanas locales de los países periféricos es
vital. Necesitamos para ello no sólo darle oportunidad de formarse a los
jóvenes de todos los estratos sociales sino, luego, brindarles el ámbito
necesario en el que puedan desarrollar localmente sus habilidades
profesionales.
Desarrollar las condiciones para que exista una igualdad
real de oportunidades educativas para todos y todas, sin importar su condición
social o económica, sin importar su lugar de radicación geográfica, no es sólo
una necesidad vinculada a un criterio de “justicia social”, con el que pueden
coincidir o no todas las ideologías. Es también imprescindible para aspirar a
competir en el mundo de las naciones desarrolladas.
fuente: Mirando hacia Adentro
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