Por Horacio González
En la etapa actual del periodismo
está en juego la supervivencia del oficio periodístico como tutor de una nueva
objetividad. No es tan cierto que al desnudarse una neutralidad fallida en la
gran prensa y su ramificado sistema audiovisual, deba imperar un periodismo que
se atenga solamente a declarar los particularismos culturales y económicos que
expresa. No está mal enunciarlos. Pero no es posible forjar un nuevo trato
entre el lenguaje comunicacional y las éticas colectivas sin restituir una
nueva manera de la objetividad, más rica, autoconsciente y capaz de evidenciar
sus autocríticas.
Por Horacio González*
(para La Tecl@ Eñe)
Pareció, alguna vez, que se había
inventado la profesión del periodista. Profesión que era en la mayoría de los
casos un desdoblamiento de alguna otra actividad profesional, la política sobre
todo. Para hacer política era necesario una publicística –una esfera pública en
permanente agitación- donde el periodismo fuera su estrella y su luz. Todo ello
a modo de una segunda voz. Las fuentes del periodismo se supone que sean las de
la revolución (fue muy estudiado el florecimiento de toda clase de escritos
periodísticos y de pasquines durante la Revolución Francesa), y en su defecto,
las del descubrimiento de un público lector que desea verse en el reflejo de
cuestiones cotidianas, domésticas o formas de la intimidad (la revista La Moda en Francia, y su irradiación alberdiana
en nuestro país).
Pero siempre fue evidente que esa voz suplementaria,
la del periodismo, podría tornarse en principal. ¿Era Mariano Moreno un
político, un abogado o un periodista? No son pocos, Paul Groussac entre otros, los
que consideran que finalmente era un periodista. Es decir, alguien que como
nudo principal en que se resuelve su drama de acción política, escribe textos
para la esfera pública. Agita, decide, procede: actos de la profesión política,
pero escritos e impresos en la prensa de la época, sobre todo en el diario que
él mismo creara. De Sarmiento, cuando uno de sus biógrafos quiere dar un
resumen de sus múltiples facetas, se dice “fue un periodista”. Es Gálvez, en
este caso, quien emite este juicio. ¿Entonces el periodismo es el escalón
principal en donde se deposita una síntesis final que subsume las distintas superficies
del hombre político? De Mitre, aunque funda un diario, es más difícil producir
un aglomerado final de todas sus facetas en la condición de periodista. Más
bien, el diario La Nación obraba como
lo que alguna vez dijo Manzi. Como “guardaespaldas de una biografía o una
memoria política”.
Echando
una mirada sumaria sobre los diarios del siglo XIX, no dejan de constituirse en
las posiciones públicas de una facción política, que desprende o escinde de sí
misma la profesión periodística. Los periódicos de esa época son grandes o
pequeñas armazones de la publicística de facción. Quizás le tocó a Lenin
definir con perspicacia la tarea de ese tipo de diario, al que consideraba como
“organizador colectivo”, como “andamios del partido”. Tanto así, que las primeras
divergencias entre bolcheviques y mencheviques se dan en el seno del consejo de
redacción de Iskra. Estos
pensamientos sobre el periodismo llegan hasta Gramsci, que los corrige
sensiblemente, pues el periódico no deja de ser un organizador colectivo, pero
ya se refiere a los periódicos que no expresan a las corrientes políticas sino
al “sentido común” o cosmovisiones de los distintos sectores sociales,
produciendo el cemento simbólico que los mantiene bajo una dirección cultural
homogénea.
La
idea de que con el periodismo –el diarismo, como se decía en el siglo XIX, que
es el siglo del periodismo-, podía inclinarse la voluntad de una nación, es de
Sarmiento. Para arrojar una luz favorable hacia su persona en los tiempos
posteriores a la caída de Rosas, le atribuye al boletín del Ejército Grande,
por él dirigido, la responsabilidad máxima en haber derrocado el sistema
rosista. Alberdi se espanta ante tal exceso interpretativo, que pone el
diarismo como centro de la organización social e incluso militar, e intenta
darle a Sarmiento una inútil lección de realismo. ¿Valían más las armas que la
prensa? Alberdi se auxilia con ironías certeras contra Sarmiento al que ve como
gaucho malo de prensa disfrazado con levita.
Pero
tampoco se podría menospreciar la importancia que le dio Rosas a la prensa, y
la suya fue efectivamente una prensa de combate, de largos alcances, dirigida
por el gran polígrafo napolitano Pedro de Angelis, escrita en tres idiomas y
con rigurosos análisis sobre la cuestión de la navegación de los ríos y aristas
polémicas de singular interés, como la polémica con Echeverría. Rosas está
atento, en su gestión cotidiana, a todo lo que publica su principal periódico –El archivo americano- da indicaciones a
su director De Angelis que no por extrañas dejan de ser incisivas, y construye
un hecho cultural que hasta entonces no tenía precedentes al hacer una suerte
de diario de diarios: se trataba de republicar, refirmar y refutar artículos
aparecidos en otros diarios del mundo. Algo que quizás heredara de la anterior
gesta periodística del Padre Castañeda, el periodismo “gauchipolítico”, hecho
por un sacerdote, con espíritu apostólico de combate y guardando una estructura
de sermón y blasfemia contra los heréticos, todo atravesado por un espíritu
rabelesiano.
Halperín
Donghi se pregunta como un “periodista del montón” como José Hernández pudo
escribir el Martín Fierro. La pregunta es interesante e inexacta. Sirve para
justificar el libro de Halperín, en el que intenta una laboriosa reflexión
sobre las tensiones de un pasaje: del periodista al poeta, lo que implica
mentar una zona cercana al “misterio de la invención poética”. Pero para eso,
debe calificar con un concepto inadecuado a Hernández. No era un periodista del
montón, bastando para refutar con ese aserto su artículo sobre la muerte del Chacho Peñaloza en el diario El Argentino de Paraná. ¿Qué era
Hernández? También podría decirse: un periodista. Aunque el oficio que ejerció
con vastedad recubría otras actuaciones no menos notorias; la de insurgente,
político y poeta. Ésta última desequilibra todo, opacando lo demás, y dando
validez al problema que expone Halperín. ¿Cuándo el poeta se hace periodista o
viceversa, pensamos aquí en el caso de Juan Gelman, se puede decir que se
genera alguna clase de incómoda distancia entre el arte poético y el oficio del
periodista? La pregunta tiene sentido porque Hernández actúa en tiempos
anteriores al de la construcción de la figura del periodista profesional.
Gelman, ostensiblemente, después.
Hay que esperar hasta finales del
siglo XIX para registrar la aparición de un gran diario de ideas, La montaña, dirigido por José Ingenieros
y Leopoldo Lugones. En él se defiende desde la teoría de la metempsicosis hasta
el socialismo revolucionario; se publica por primera vez en la argentina un
artículo de Marx, Trabajo asalariado y
capital, y se saluda el 1º de mayo en la pluma de Lugones así como se
fustiga a los “reptiles burgueses” en la de Ingenieros. No eran periodistas
profesionales, pero el diario era un modelo de versatilidad, vanguardismo y
cruce de culturas libertarias. Era un diario intersticial, dura poco, y se
sitúa entre los grades acorazados de la gran prensa, que venía de las luchas
civiles argentinas, y la revista La
Biblioteca de Groussac. No es de mucho después la creación del imperio de
Randolph Hearst, que antes de la radio y la revisión forma en EEUU una red de
periódicos que crean nuevos públicos, explorando un folletinismo de masas y un
apoyo al expansionismo norteamericano encubierto en un periodismo que daba un
paso de masas en términos de un consumo cultural repleto de pulsiones
pasionales, que se encubrían en una pseudo-objetividad. La palabra
“sensacionalismo”, feliz denominación para este estilo, surge también en esa
época. La historieta como lenguaje aledaño al periodismo, su sombra chispeante
y vulgarizadora, es uno de los grandes inventos que perfeccionó Hearst. Natalio
Botana imitó este modelo en Crítica,
y no se privó de tener a Jorge Luis Borges entre sus colaboradores, innovar en
la tecnología de impresión de los diarios, y en ser anfitrión de Neruda y
García Lorca en su quinta de Don Torcuato. Tuvo decisiva importancia en el
golpe contra Yrigoyen, sosteniendo una larga campaña de desprestigio contra el
jefe radical. Su viejo edificio en la Avenida de Mayo sigue siendo una joya de
la arquitectura art-deco de Buenos Aires.
Los estilos de La Nación y La Prensa, diarios del orden conservador –para emplear la expresión
del politólogo e historiador de las ideas Natalio Botana, sobrino del anterior-
dominaron durante las últimas y las primeras décadas del cruce del siglo XIX al
siglo XX, toda la materia periodística tallada por la creación de la
objetividad de los triunfadores de antiguas luchas civiles. Divergían en la
atención que le daban al movimiento social, a la formación de los sindicatos
anarquistas y socialistas. La Prensa,
quizás, más informativa, más condescendiente. En algún momento, en las décadas
del horror, es la que publicó la primer lista de desaparecidos. En La Nación, en cambio, se hablaba desde
la “tribuna de doctrina”, que era el otro nombre que se le daba a cierta
victoriosa objetividad del liberalismo que convenía en llamarse mitrismo, a
pesar de que ese nombre envolvía inevitables polémicas, mientras aceptaba las
plumas de José Martí, Rubén Darío, Lugones y Borges, antes de caer en la
regencia de Mallea, último eslabón de una cultura que se convirtió en la
melancolía de una aristocracia que al no poder tener un estilo de dominador
colonial, se remitió a adquirir un aristocratismo nostálgico, prestado de las
grandes baronías británicas que también ejercían una auténtica languidez
colonialista sobre la India. Con el peronismo fue prudente y secretamente
opositora. La Prensa enfrentó las
cosas de otra manera y obtuvo la máxima sanción del peronismo: pasaron sus
imprentas a la CGT, en cuyo subsuelo se hallan aun oxidadas, y de ese tránsito
compulsivo salió un gran suplemento cultural, máxima prueba de relación de un
peronismo oficial con la cultura universalista de la época. Los hombres que
hicieron el suplemento cultural de La Prensa cegetista –César Tiempo, entre
otros-, conjugaron las noticias previstas sobre Evita con entrevistas a Frida
Khalo.
Ya estaba Clarín, un tabloid que
nace en 1945, destinado a escribir dramáticamente la historia del periodismo
argentino en los próximos capítulos de la vida nacional. Se piensa como
manuable, comercial, escondidamente ideológico –la ideología sería un implícito
ya profesionalmente cercano al “sentido común” de una clase media menos gerencial
que gerenciada. Hay una innovación en la escritura, pues lo que ya se
sospechaba, queda consagrado. No debía escribirse largo, erudito y con rebordes
del escondido literato que los buenos periodistas suelen ser. El periodista
profesional tenía guía de escrituras y comienza a forjarse una nueva
objetividad, con manos ocultas de la redacción, que en nombre de reglar la
noticia, la rodeaba de implementos retóricos invisibles que ya la tornaban otra
cosa. El título, la volanta, la bajada, etc., todos nomencladores que ya
estaban en uso, eran los paratextos (palabra que aun no existía) que hacían de
la realidad un hecho de alteridad en el que ya el poder de la estructura
narrativa que compone a todo periódico, se imponía sobre su mera materia
empírica. Un hecho periodístico ya no era un acontecer desnudo sino un mendrugo
de realidad rodeado de parantes y arboladuras apriorísticas, fijadas por el
“manual de redacción”. La filosofía de los no filósofos, la regulación de la
burocracia empresarial de toda la materia escrita, y por lo tanto, el conjuro y
la directriz respecto a como debía comportarse la sociedad y la política.
Clarín adoptó el desarrollismo en la figura de su director, que
provenía de las rutinas conservadoras de los años 40, y más aún, de una condescendencia
nunca superada del todo respecto a un nacional conservatismo sellado por los
aires de las derechas contundentes que antecedieron al peronismo en notorios
gobiernos provinciales. Pero el desarrollismo, ideología intermediaria que
buscó crear una ideología de amplias masas medias, llevó a una cosmovisión
nacional post-peronista que sustrajera al peronismo de su armazón mitológica
–desde luego trocada por la mitología de un productivismo de ideología
gerencial, misturado con desprejuicidas jergas que diluían el caudal ideológico
de las revoluciones del siglo XX.
El cuadernillo interior de los
avisos clasificados de Clarín fue el
organizador colectivo de un sector social de diversos dinamismos empresariales,
y su evolución posterior consistió en adquirir una fuerza empresarial
autoreferencial, pues en determinado momento comenzó a exacerbarse una
ideología que reemplazó al desarrollismo. La nueva objetividad que asomaba
tenía como corazón trascendente los intereses del propio diario, destinado a
ramificarse en medio de la revolución comunicacional que se avecinaba, y que
hacía del espíritu periodístico un manojo de intereses escriturales al servicio
de una noticia fundamental: la existencia en-sí y para-sí del propio diario. Como
ocurría en todo el mundo, un diario dominante del sistema periodístico
comunicacional se tomaba como noticia esencial a sí mismo, y el punto de
juzgamiento de la realidad no era ya una tribunal doctrinal sino una
articulación de intereses empresariales que el diario mismo representaba como
metáfora de la plusvalía cultural y económica de toda una sociedad. Jorge Asís,
en su crónica Diario de la Argentina,
sorprende esas transformaciones internas del diario, su pasaje del
desarrollismo al desarrollo de negocios bajo la doble condición de ser una
empresa periodística articulada con una semiología de los nuevos lectores
absorbidos por una ingeniosa objetividad hegemónica. En el mencionado libro,
atrevido y equívoco, se deja percibir también el dramático pasaje del
periodista sin firma al periodista que firma su artículo o columna, a su
manera, un pequeño empresario de sus 60 líneas a sesenta espacios.
Hubo que atravesar el Caso Satanosky, donde Walsh probaría y
afilaría sus instrumentos que poco después aparecerían más plenos en Operación masacre. La situación de Papel
Prensa, luego demostraba que un emporio periodístico, más la infraestructura
dictatorial, se apropiaban de sus condiciones de producción, y podía lanzarse a
la construcción de una red comunicacional que tomaba, desplegaba y a la vez
obturaba todos los poros sociales del lenguaje público con una gran
construcción dominante que no se obtiene de un día para otro. Plástica,
absorbente, aplicando la creciente sustitución del oficio periodístico por la operación periodística, haciendo de la
petición de objetividad un simulacro protector de sus ya muy ramificados
intereses económico, la empresa Clarín
podía ya confundir sus configuraciones lógicas de su constitución como dominio
empresarial con la realidad histórica que se trasuntaba en la evolución de la
política y la lengua nacional. Se produjo así una sinédoque entre las
motivaciones de la Empresa y el juego plural de la política nacional. No sería
estrictamente el diario La Nación el que tendría como sujeto a la nación, sino
el diario Clarín que tendría como guardaespaldas a La Nación.
Esta historia es más larga, por
supuesto. La detenemos aquí, y concluimos recordando que lo que también está en
juego –en estos momentos- es la supervivencia del oficio periodístico como
tutor de una nueva objetividad. No es tan cierto que al desnudarse una
neutralidad fallida en la gran prensa y su ramificado sistema audiovisual, deba
imperar un periodismo que se atenga solamente a declarar los particularismos
culturales y económicos que expresa. No está mal enunciarlos. Pero no es
posible forjar un nuevo trato entre el lenguaje comunicacional y las éticas
colectivas sin restituir una nueva manera de la objetividad, más rica, autoconsciente
y capaz de evidenciar sus autocríticas. Sería un gran paso adelante respecto a
la ruinosa objetividad de un largo período anterior, que está cayendo en
pedazos ante nuestros ojos.
fuente: La tecl@ Eñe
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