POR LEONARDO FAVIO
Carreras y caricias. Las piernas que no pararon de correr, las manos ávidas por acariciar.
La vida también está en las cosas, en lo que significan. Quizá por eso
acaricié sus lentes. Fue una forma de tomar dimensión de su presencia.
Antes, al entrar en la quinta, mis piernas bajaron torpes del auto y se
irguieron vacilantes frente a él, después de haber corrido sin parar toda la vida.
¿Qué le dijé y qué me dije? Ambas voces se me mezclaron, se cruzaron,
se confundieron. ¿Le dije que desde la niñez pensaba que no hay que
parar de correr para que no nos atrape la muerte, o sólo lo pensé?
¿Llegué a contarle la anécdota de la que nació esa idea? Seguro que no.
No le hablé del callejón Ortiz ni de Marina, la nena de la casa de
enfrente, la hija del policía, la que me llevaba al baldío de al lado y
me tironeaba la pistolita. Ella me enseñó qué es el amor y qué es la
muerte. Cuando se murió una chica judía que vivía en la casa de la
esquina, yo no sabía qué era morirse. ‘Es un señor todo quieto que se
muere’, me dijo Marina. ‘Entonces, te morís si te quedás quieto -le
dije-. Si te vas corriendo a una plaza, no te morís’. ‘Claro’, me
contestó. Durante años viví convencido que si corría, la muerte no me
iba a alcanzar”.
En fin, no sé bien que dije. Si estoy seguro de las
excusas tontas que di por haber llegado tarde a Puerta De Hierro, de la
pícara preocupación con que el General me hizo notar mi impuntualidad.
Luego, la caminata hasta la casa. Como el maratonista que acaba de
llegar a la meta, caminé junto a él. Caminé de piernas temblorosas.
Caminamos y le hablé de cómo capar chanchos. ¿Fue en la caminata en el
porche? ¿Cómo empezamos a hablar de eso? Quizá porque aprendí a caparlos
en una de las escuelas agrícolas que él creo.
Cuando llegamos
tarde, quiso embarullar a Perón con explicaciones de tránsito por
nuestra demora, pero no le prestó demasiada atención porque ya nos había
señalado el detalle.
También hablamos de gallinas en la caminata.
“Yo siempre le digo a la gente que tenga su gallinerito”, sentenció el
General cuando pasamos de las Plymouth a las Leghorn, que parecen más
rústicas pero son más ponedoras, bien peronistas. Hablando de gallinas
con el más sabio. ¿De qué le iba a hablar, de mis películas? Sospechaba
que no las había visto. Además, no me gustaba incomodar a los políticos
con mis películas. Sentía que no eran para ellos, que se aburrirían. Aun
recuerdo a Cámpora en el estreno de Juan Moreira. Las luces se apagaron
y apenas comenzó a rodar la película se durmió y empezó a roncar. Lo
desperté, porque era un papelón que se durmiera así el tipo que iba a
ser presidente de la Nación. Pero lo importante no era de qué hablaba
con el General. Andando a su lado se me fueron pasando los temblores. Me
sentía comprendido, la serenidad de su sabiduría me fue sosegando la
agitación.
El cantante, el general y los caniches. Daban vueltas
alrededor nuestro, saltaban, ponían a prueba nuestra estabilidad.
Parecíamos dos artistas de circo guiando su rutina. Era una tarde
templada y de sol en un parque enorme y arbolado. “Parecen la
oligarquía, no nos dejan avanzar”, dijo Perón y me hizo un guiño. Era un
gesto recurrente en él. Cada que lo veo en algún material de archivo
guiñar el ojo recuerdo aquella tarde en que el guiño del mito fue para
mí. Apenas se agachó y una perrita le saltó en los brazos. Lo
besuqueaba, lo lamía y él se dejaba. Yo soy así también con los perros.
“Esa raza es muy inteligente”, le dije recordando lo que había leído
días atrás en una revista acerca de esos perros. “Claro, por eso la usan
mucho en los circos”, respondió. “Tienen inteligencia superior. ¿Ve?
Acá murió el Gaucho. Está bajo ese montículo cubierto de flores azules.
El Gaucho y ésta son los únicos que nos quedaron de los que trajimos de
Argentina. Todos los demás son hijos de aquellos”. Así que el Gaucho
murió en el exilio. Y la perrita es la única sobreviviente. O sea que
cada “Luche y vuelve” pintado en una pared la incluía también a ella.
Gallinas, perros, chanchos. Los animales me sostuvieron en pie para
poder conversar con Perón. Un poco le gustó mi conversación, un poco me
siguió la corriente. Sabía volar más o menos a la misma altura que su
interlocutor.
La casa estaba casi en el centro del parque y era de
gran austeridad. Su escritorio estaba en la planta baja. Nos sentamos en
el porche. Mate y té con leche. Y el mito, paciente y cálido. Estuvimos
como cuatro horas hablando. Fue un acierto no hablarle de política.
Como a mí no me gustaba que me hablaran de cine en las reuniones, acerté
al no sofocarlo de política. Si hasta le hablé de mi infancia, aunque
no me acuerdo si yo fui a ese tema o me llevó él. Le conté que había
estado internado en la Casa del Niño. Me preguntó por el trato en el
lugar. Le dije que ningún celador me levantó la mano, aunque yo era
bastante difícil. Pero que cuando nos poníamos muy bravos, de vez en
cuando se venía una rapada. También le conté de mi colegio, el Miguel
Pouget. Se puso contento. Estaba orgulloso de las escuelas granjas. No
recuerdo si los animales nos llevaron a mi infancia o mi infancia a los
animales. Lo cierto es que me dijo que las escuelas granjas eran su
orgullo. Pensar que aquella vez hablamos de la devastación de las selvas
de Brasil. ¿Cómo vería la cuestión ahora? Así era él: tenía la
dimensión exacta para preocuparse por el adecuado capado de un chancho,
la necesidad que la gente tenga gallineritos o la devastación de una
selva y los problemas ecológicos. ¡Si hasta se sabía los nombres
científicos de las plantas! En cualquier otro hubiera sonado a sanata.
Pero él era un sabio. Y descubrí que también había hablado del tema con
Hugo del Carril. “Sabe mucho de eso”, me dijo, y me los imaginé
intercambiando nombres de plantas en latín.
¡Ja! Ahora me acuerdo
cómo definió a Hugo después de preguntarme cómo andaba. “Hugo es un gran
señor, a cualquier hora que se levante”. Le robé más de una vez esa
frase al General para referirme a buenas personas.
¿Por qué pasamos
de Hugo a Rucci? No recuerdo bien, pero me di cuenta en la mirada y en
la voz de Perón que lo quería. Parecía que hablaba de un hijo. De allí
pareció inevitable que habláramos de Silvio Frondizi. Hacía uno o dos
días que habían asesinado al pibe. De pronto giré la cabeza y sentí un
mar de tristeza en los ojos del General. Guardo una foto que nos tomaron
ese día justo cuando hablábamos de ese crimen. Pocas veces fue atrapada
en una imagen una expresión de tristeza tan profunda. El no se permitió
que ese brillo durara más que un breve instante. “¿Usted es Jury, no?”,
me preguntó cambiando de tema. ¡El mito conocía mi verdadero apellido!
¡Había cantado para multitudes, había recibido elogios impensados para
mis películas, pero creo que nunca antes me había inflado tanto de
orgullo. “Sí, sí”, tatamudeé, como si no estuviera tan seguro como él de
mi apellido.
"Usted es de ascendencia árabe. Su papá, ¿de dónde era?"
“De Siria -le dije yo-. De Damasco".
"Ah, de la Siria palestina. Allí nació Jesús".
Oírlo decir eso fue como si Dios hubiera enviado a Magdalena a lavarme los pies.
Volví a mi infancia. Se aparecieron en el porche de Puerta de Hierro el
Negro Cacerola, Cacho Tamís y todos los amigos de Luján. Me los traje a
ellos y por eso tuve coraje de tocar sus anteojos. Los acaricié y sentí
que estaba junto a un hombre tierno, como si en ellos se hubiera
quedado para siempre el braile de sus ojos achinados. Después no me
resultó difícil acariciarle la mano. No me dijo nada. Se dejaba porque
era sabio y percibía lo que significaba para mí. Seguía charlando
tranquilo, mientras yo le acariciaba la mano como a mi abuelo, respiraba
en su piel.
¿Cuántas veces me preguntaron si lo encontré muy viejo?
Sí, los años estaban, pero él era el mismo, el del mito. No había
diferencia entre su voz hablándome de capar chanchos y la que en mi
niñez salía de los parlantes en la plaza de mi pueblo. Tampoco hubo
diferencia en mí: si entonces era un niño de fiesta, ¿cómo no serlo
allí, sentado frente a él?
Ahora, cuando alguien me viene a ver, le
veo la misma pregunta en los ojos. ¿Cómo está de viejo, cuánto más
vivirá? Supongo que no mucho, quizá ni consiga volver a filmar. ¿Se
atreverá alguien a mi mantel de hule? Lo cierto es que lo ven. Claro que
ven que estoy viejo y enfermo. Pero sé que también ven, al menos los
que saben mirar, que sigo siendo el niño. El niño que corrió y corrió
hasta tocar las manos de aquel viejo.
fuente: Facebook
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lo que defiendo, lo que muchos defendemos, no es un nacionalismo pelotudo... sino un par de ideas, resignificadas hoy, libertad e igualdad... ideas profundamente mestizas aquí en Abya Yala, y aunque respeto toda otra posición cultural-política, creo, sinceramente, que es desde esta Gran Tierra, unidos, en comunidad, aceptando profundamente nuestra realidad mestiza -el uno- es que el Abya Yala florecerá... y que todos los enormes esfuerzos de Occidente por destruirnos, por separarnos, por vulnerarnos y conquistarnos, demostrarán inversamente la magnificencia de nuestra sonrisa, de nuestro futuro... por los Padres Libertadores del Pasado, Por los Hermanos Libertadores de Hoy, por Nosotros y los que Vienen... SUMAQ KAWSAY!... y eso tal vez parezca anárquico...pero tal vez esta anarquía sea un nuevo orden... opuesto al actual, sin dejar de reconocer lo alcanzado... por todos...
sábado, 2 de febrero de 2013
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