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lo que defiendo, lo que muchos defendemos, no es un nacionalismo pelotudo... sino un par de ideas, resignificadas hoy, libertad e igualdad... ideas profundamente mestizas aquí en Abya Yala, y aunque respeto toda otra posición cultural-política, creo, sinceramente, que es desde esta Gran Tierra, unidos, en comunidad, aceptando profundamente nuestra realidad mestiza -el uno- es que el Abya Yala florecerá... y que todos los enormes esfuerzos de Occidente por destruirnos, por separarnos, por vulnerarnos y conquistarnos, demostrarán inversamente la magnificencia de nuestra sonrisa, de nuestro futuro... por los Padres Libertadores del Pasado, Por los Hermanos Libertadores de Hoy, por Nosotros y los que Vienen... SUMAQ KAWSAY!... y eso tal vez parezca anárquico...pero tal vez esta anarquía sea un nuevo orden... opuesto al actual, sin dejar de reconocer lo alcanzado... por todos...
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jueves, 18 de julio de 2013

Forster: “Quieren intelectuales distantes y neutrales”

El filósofo y columnista de Veintitrés apuntó contra quienes "se sienten con el extraño derecho a determinar qué debería ser un intelectual crítico”. Críticas a La Nación, Clarín y un llamado de atención a Sarlo, Sebreli y Romero.


Por:
INFOnews

El filósofo Ricardo Forster respondió las críticas que desde los medios hegemónicos Clarín y La Nación realizan contra los intelectuales que conforman Carta Abierta, un sector cercano a las políticas del Gobierno nacional. “Quieren intelectuales distantes, neutrales ante la lucha política decisiva”, sostuvo en su columna publicada en la revista Veintitrés.
Ricardo Forster
Ricardo Forster
Fragmentos de la columna de Forster:

¿Intelectuales? En los ’90 ocupaban el borde del borde, eran apenas la expresión de un resto arqueológico que remitía a otra época del mundo. Ahora, cuando por esas locas sorpresas de esa misma historia a la que se había decretado finalizada y decrépita, regresan los intelectuales, los mismos que se congratulaban de su inutilidad y de su volatilización sin ruidos ni conflictos, se sienten con el extraño derecho a determinar qué es y qué debería ser un “intelectual crítico”. Dan cátedra, desde el lugar que ocupan en los medios de comunicación concentrados, de lo que debería ser la “ética del intelectual”, de su historia de permanente “confrontación con el poder, cualquiera sea”, de su “irrenunciable autonomía”, todo en nombre de un virtuosismo antagónico al de aquellos “seudointelectuales orgánicos al gobierno” que han “traicionado” el genuino espíritu volteriano de quienes siempre deberían permanecer al margen de todo poder (cuando el intelectual toma partido por las mayorías se convierte, mutatis mutandis, en un traidor a esa pureza de origen que lo debe mantener apartado de cualquier tentación política; pero cuando se ofrece como el tribuno del ideal republicano, el garante de la legitimidad democrática forjada en los talleres del liberalismo y en esquivo justificador, porque de eso es preferible no hablar, del omnisciente poder económico corporativo, regresa, impoluto, sobre esa esencia fabulosa del genuino intelectual capaz de sostener su independencia y de pensar por cuenta propia sin que nadie le pague por lo que hace).
Desde siempre han subestimado a los ciudadanos y desvalorizan aquellas escrituras que se alejan del nivel zócalo en el que suelen moverse.
El cinismo de aquellos que festejaban el ostracismo del intelectual crítico no tiene límites; de aquellos que, desde siempre, opusieron al “lenguaje alambicado y barroco” de los intelectuales el “lenguaje llano y directo de los comunicadores sociales”, lo alto contra lo bajo, lo elitista contra lo popular y masivo, lo enredado y confuso contra lo directo y simple. Son los que se dedican, desde los artefactos comunicacionales del poder mediático, a denostar a “quienes escriben difícil” utilizando los mismos recursos, pero exponencialmente degradados, de la demagogia populista a la que tanto critican. Extraña paradoja que vuelve a poner las cosas en su lugar. Ellos quieren intelectuales distantes, neutrales ante la lucha política decisiva, cultores de una autonomía encristalada, críticos de todo, virginales, asépticos, almas bellas que puedan expresar sus preocupaciones por el medioambiente, por la minería, por los pueblos originarios y su indignación ante las opacidades de la política y de la gestión estatal, místicos del pensar desasido, críticos de toda idea anacrónica de “compromiso” y fervorosos habitantes de paisajes alejados de cualquier contaminación plebeya de la historia. Ese es el “intelectual” que añoran, ese que nada significa y al que nadie le presta atención. Un intelectual tan “radicalizado” que su palabra carezca de audibilidad o que simplemente pueda convertirse en un florero en el living del poder mediático. Mejor escuchar hablar de la “revolución” como un futuro vago que dar la batalla, acá y ahora, contra las injusticias del sistema aunque eso se haga asumiendo limitaciones y contradicciones pero reconociendo aquello que efectivamente provoca y cuestiona al poder del capital. Hay momentos de la historia en los que ser revolucionario supone embarrar las ideas emancipadoras con el barro de un plebeyismo político que asume el rasgo, diría Cooke, de lo “maldito” e insoportable.
Pero también abominaron, y lo siguen haciendo, de cualquier rigurosidad conceptual o de cualquier exigencia que supere el umbral de lo fácil de digerir. Desde siempre han subestimado a los ciudadanos y, desde siempre, han intentado, por la vía de la ironía grotesca y el desprecio, desvalorizar aquellas escrituras que se alejan del nivel zócalo en el que suelen moverse y del que nunca alcanzan a salir en su estrategia comunicacional de impacto espectacular y amarillista plagada de golpes bajos y de frases huecas. Mejor insultar que argumentar, mejor descalificar que construir alguna idea. Lo soez suele acompañar la falta de solidez y el vacío en el que se mueven, un vacío que sólo buscan llenar lanzando improperios y revistiendo sus acusaciones espectaculares de seudo investigaciones cuya rigurosidad siempre carece de toda demostración. Los “otros”, los intelectuales “orgánicos”, los que han “vendido el alma al diablo” por algunas monedas, los carentes de convicciones y lamebotas del poder de turno, deberían aprender –eso nos dicen los escribas de la derecha que han descubierto la esencia del “intelectual autónomo” sin siquiera sonrojarse ni sentir un poco de vergüenza ni preocuparse por recorrer un poco la compleja trama de la historia y de sus protagonistas– de tan ilustres periodistas que, eso sí, vuelven a ofrecerse como los grandes virtuosos de estos tiempos canallas. Nada de leer a Kafka o a Borges, a Hegel o a Mariátegui, a Thomas Mann o a Marechal, a Benjamin o a Casullo, a Marx o a León Rozitchner, a Juan José Saer o a Nietzsche que escriben demasiado difícil y oscuro y se niegan a dejarse engullir como una papilla de fácil digestión. Mejor leer a nuestras plumas mediáticas que le hacen tanto bien al idioma y a la crítica de la realidad. ¡Viva la simplificación del mundo! Esa parece ser la consigna de estos cruzados antiintelectualistas que, ante una frase que exige un mínimo de reflexión y, tal vez, horror de los horrores, de relectura, amenazan con llevar su mano a la cartuchera para desenfundar el arma del sentido común telemático.
Horacio González
Horacio González
“Los intelectuales esconden la corrupción”, así se escribe en un artículo de La Nación, y lo hacen, sigue el articulista, utilizando los falsos recursos de un estilo barroco, gongoriano e indescifrable propio de los autores de las cartas abiertas, verdaderos hipócritas que buscan disimular lo indisimulable. Difícil caer más bajo, salvo que se utilice a mansalva un medio de comunicación, como lo hace el mascarón de proa del Grupo Clarín, para decir del otro aborrecido que es “un hijo de puta”. Los finos, pulidos y democráticos intelectuales de la oposición (pienso en Sarlo, Kovadloff, Sebreli, Romero, Gregorich, etcétera) no se sienten ofendidos ante las diatribas antiintelectuales y los insultos contra otros intelectuales propalados por el último héroe del “periodismo independiente”. ¿No ven allí un límite y un ejercicio de violencia retórica clausurante de cualquier forma de convivencia democrática y oscuro signo de otras formas de violencia? ¿Y su espíritu crítico? ¿Y su enérgica autonomía de intereses políticos o corporativos? ¿O, acaso, no sienten en esos insultos que se esté cayendo en recursos cloacales y en la invalidación de posiciones que no son las propias convirtiendo a la democracia en un pellejo vacío?
En el asedio que intentan contra un gobierno legitimado por el voto popular y por la defensa irrestricta de las garantías constitucionales, no existen, ni pueden existir, límites ni prevenciones que tengan como objetivo mantener las discusiones y las diferencias en el interior de las fronteras del reconocimiento democrático del otro. No, para ellos ese “otro” es el peor de los enemigos, el oscuro portador de una corrupción ontológica, el demagogo que lo único que busca es capturar la conciencia de las masas para ponerla al servicio de su proyecto totalitario. Su deseo insaciable de poder se entreteje con bóvedas secretas repletas de oro y dinero acumulados desde las estrategias del desfalco y la impunidad administrativas. Son, para periodistas y opositores, “ladrones”, “pichones de führer”, “corruptos”, “autoritarios”, “destructores de la república”, “resentidos y revanchistas”, “monstruos que lucran con el sacrificio de los argentinos”, “impostores que utilizan causas justas para fines inconfesables”, “cómplices de oscuros negociados” y, por si no alcanzare, posibles “émulos del Tercer Reich” porque, gracias a las eruditas investigaciones de los editorialistas del diario fundado por Mitre, ahora sabemos que nuestro país va en camino de asemejarse a la Alemania que emanó de ese terrible año de 1933 en el que Hitler alcanzó la cumbre del poder. Todo vale a la hora de ir contra esa “mafia que ha capturado el Estado” y que ha dañado, eso argumentan con arbitrariedades impresentables, la convivencia entre argentinos. Ellos son, también lo dicen una y otra vez, los ardientes defensores de “reglas de juego” que hagan viable el debate público al mismo tiempo que descargan sin ningún remordimiento una batería de insultos promotores de una violencia como no conocía el país desde tiempos infaustos en los que el “otro” era descalificado hasta el punto de negarle su derecho a la existencia. Las acusaciones permanentes, implacables y bulímicas tienen como objetivo declarado desgastar públicamente al gobierno y a quienes lo defienden propalando, a los cuatro vientos, una mezcla de denuncias seriales, groserías de vodevil, patoteadas discursivas y anuncios apocalípticos que nos colocan frente al abismo de una corrupción infinita. Ellos, los puros, los independientes y los virtuosos de la república perdida estarán allí para rescatarnos de tanto envilecimiento. Tal vez, al día siguiente de lograda la restauración conservadora, regresarán a sus ardientes inclinaciones intelectuales como para recordarnos que jamás estarán dispuestos a enturbiar la transparencia de su práctica virtuosa.

fuente: INFONEWS

viernes, 5 de julio de 2013

La Nación, el fascismo y la actualidad

Una mirada del filósofo Ricardo Forster, miembro de Carta Abierta y candidato a diputado, ante la insistencia del diario La Nación de comparar la actualidad política con la que protagonizaron en las primeras décadas del siglo pasado el fascismo y el nazismo en Italia y Alemania.


 Por Ricardo Forster
El diario La Nación, nuestra tribuna de doctrina liberal-conservadora, siempre nostálgico de las épocas de esplendor en las que la república era gobernada por “serios” representantes de nuestras clases dirigentes patrimonialistas, sigue ofreciéndonos su “original” mirada de la historia, una mirada que, como no podía ser de otro modo, tiene como único objetivo el presente y los intentos destituyentes que acompañan esas crónicas entre canallas y desopilantes. Lo que le interesa no es la “verdad histórica” –en la que por supuesto dice creer pero que utiliza sin disimulos para sus operaciones políticas– ni el viaje erudito a una estación lejana del pasado para satisfacer a sus lectores ávidos de recordar otros tiempos mientras se angustian por una escena que los alerta de las posibles repeticiones de la historia. Lejos de concebir esa excursión como una distracción o como un ejercicio especulativo, lo que insiste en buscar es el “juego especular” con una realidad, la actual, que, de acuerdo con su peculiar interpretación, se acerca peligrosamente a ciertos momentos de ese pasado en el que el horror totalitario se hizo carne en la Europa de la primera mitad del siglo XX. Con manos temblorosas los lectores de tan ilustre “tribuna de doctrina” sienten el aliento fétido de una viscosa política inspirada en esos momentos espantosos de un pasado que, astutamente travestido, amenaza con regresar en la Argentina de estos días. Los eternos adalides de la democracia se preparan, cuchillo en mano, a defenderla contra los adoradores del clientelismo y la demagogia. Ya hemos conocido, en otros momentos de la historia del país, las consecuencias de esas “heroicas acciones” llevadas a cabo en nombre del saneamiento y la moral republicanas.
Sacando del ropero de las cosas en desuso los viejos trajes apolillados del antiperonismo de la Unión Democrática, que se cansó de hablar de “nazi-fascismo” a la hora de describir el ascenso del coronel Perón al gobierno en 1946, La Nación, desgranando una inusitada nostalgia por aquellos “combates libertarios” contra la Segunda Tiranía, se dedica, con ahínco sorprendente, a revivir esas cloacales “conexiones” entre el presente y el supuesto pasado fascista de un gobierno popular que siempre refrendó por la vía de las urnas el caudaloso apoyo que recibió de la mayoría de la sociedad. Extraña paradoja que esas denuncias siempre hayan eludido con extrema prolijidad a las interrupciones golpistas de la democracia –en el ’30, en el ’55, en el ’66 y, claro, en el ’76–, interrupciones que le dieron forma a una verdadera genealogía de una derecha homicida que encontraría, con la dictadura del ’76, su máxima cuota de horror festivamente apoyada y legitimada desde un comienzo por ese mismo diario que siempre hizo fe de su hondo apego a las instituciones democráticas. ¿Acaso es un fallido de La Nación vincular experiencias democrático-populares –la del primer peronismo y, ahora, la del kirchnerismo– con el nazi-fascismo, mientras nunca dejó de hacer la apología de las dictaduras y los golpes de Estado que se ensañaron efectivamente con las instituciones de la república, contra las libertades y contra la esencia de la vida democrática? ¿Qué fue, para tan ilustre doctrina liberal, el terrorismo de Estado practicado con saña por Videla y sus acólitos, entre los que no dejó de estar el diario fundado por Bartolomé Mitre que, ahora, “descubre” con “honda preocupación” la posible empatía del gobierno democrático con dos fechas fatídicas –1923 y 1933–? ¿Hay algo más que delirio en esa comparación? Seguramente que sí. Resulta, entre paradójico y sospechoso, que se acuse de cuasi fascista a un gobierno que avanzó, como pocos en nuestra historia, en la recuperación de antiguos derechos conculcados por el neoliberalismo y en la ampliación y promulgación de nuevos derechos sociales y civiles que han expandido el contenido mismo de la vida democrática. Eso parece importarle muy poco al editorialista de La Nación. ¿Qué pensarán muchos progresistas que suelen criticar al Gobierno de este ataque brutal de la derecha mediática? ¿Se atreverán a defender lo conquistado, en especial, en materia de derechos humanos y sociales? ¿Aceptarán “la verdad” de estas antojadizas homologaciones históricas que remiten a lo más visceral del gorilismo nacional?
Primero se trató, en esta pesquisa de referencias anticipadoras del ominoso rumbo que estaría siguiendo el kirchnerismo, del año “1933”, el tiempo oscuro de la llegada del nazismo al poder y punto de partida de la implementación de la maquinaría concentracionaria que culminaría en el exterminio de millones de seres humanos. Ahora, siguiendo su viaje a las usinas de las derechas más tenebrosas, nos recuerda “1923”, el año del ascenso del fascismo al poder en Italia. La sombra de las ideas mussolinianas se extiende –eso dice su editorialista sin siquiera sonrojarse– hasta nuestros días en los que un gobierno “populista” se afana por reducir la autonomía de los poderes a letra muerta. Juego especular para alertarnos del peligro inminente por el que atraviesa el país. Riesgo de perder nuestras libertades y de enajenar el Estado de derecho en nombre de una salvaje búsqueda de hegemonía política. Pérfida genealogía que –eso nos recuerda el diario de Mitre– vincula al gobierno de Cristina Kirchner con la trama más perversa y homicida de los totalitarismos. ¿Desmesura interpretativa?, ¿delirio del editorialista?, ¿apenas una exageración sin segundas consecuencias?
Para quienes imaginaron que después de las críticas que el diario recibió por su editorial titulado “1933” (críticas que incluyeron también desde consecuentes opositores mediáticos hasta una declaración de la DAIA), no iba a caer en un reiterado exabrupto, el editorial del domingo 30 de junio, otra vez titulado crudamente con una fecha ominosa, “1923”, desmiente cualquier posibilidad de error o de escritura desafortunada de la que no seguiría haciéndose cargo ese mismo diario que se propone como “defensor de la república y de las libertades”. Todo lo contrario. Ahí está, de nuevo, la maldita genealogía que intenta construir. Ahí está su más absoluto rechazo a la legitimidad de un gobierno democrático y, lo que tal vez es peor, su liviana interpretación tanto del nazismo como del fascismo: porque si lo que hoy vivimos en la Argentina es homologable al horror exterminador, a la represión más brutal, a la eliminación de todas las libertades, quiere decir que nada de eso ocurrió en la Alemania hitleriana y en la Italia mussoliniana. Las víctimas del horror totalitario son salvajemente despreciadas por el editorialista de La Nación. Si el fascismo, de acuerdo con la lógica del editorial, era parecido a nuestra realidad cotidiana, ¿de qué brutalidades, de qué horrores, de qué violencias estamos hablando? ¿Le interesaron alguna vez las víctimas reales del fascismo o, como ocurrió entre nosotros, nunca se detuvo a criticar a los perpetradores a los que, por el contrario, apoyó desde un comienzo? ¿Dónde está su liberalismo a la hora de hacer tamañas comparaciones históricas? ¿Tan profundo y alucinado es el odio que puede sentir por un gobierno democrático, respetuoso de las libertades públicas y de la división de poderes, que lo ha conducido a un desatino tan enorme? Regresemos y detengámonos en el editorial del último domingo. El comienzo constituye el eje de su estrategia, el punto crucial para conducir al lector a la homologación que se busca con la actualidad nacional. Allí leemos: “Así como el año 1933 marcó la ascensión de Hitler al poder, el año 1922 abrió la puerta del Reino de Italia a la dictadura fascista de Benito Mussolini. El 29 de octubre, luego de la Marcha sobre Roma de los ‘camisas negras’ el rey Víctor Manuel III nombró a Mussolini primer ministro. Formalmente, la dictadura fascista no se implantó de inmediato: ‘il Duce’ fue demoliendo desde adentro las instituciones del Estado de Derecho para controlar la vida civil de los ciudadanos bajo una máscara democrática”. Ni siquiera el disimulo. Todo está escrito como para que el lector establezca, sin ningún tipo de dudas, la relación entre el fascismo, su estrategia de horadar la democracia desde “adentro”, y lo que efectivamente viene haciendo el kirchnerismo.
Luego de recorrer las estaciones históricas que culminaron en la dictadura mussoliniana, haciendo especial hincapié en todo aquello que pudiese encontrar algún tipo de correlato con el peronismo y nuestra actualidad, concluye el editorial con un párrafo antológico y terrible en sus consecuencias interpretativas. Mis disculpas al lector por proferirle otra “sutil” andanada discursiva de la “tribuna de opinión”: “Durante ese período tan oscuro, entre 1939 y 1941, Perón fue agregado militar de la Argentina en Italia y no ocultó su admiración por el régimen fascista (primer eslabón en la cadena de similitudes que nos llevan peligrosamente a la posibilidad cierta de una resolución ‘fascista’ por parte del gobierno de Cristina Fernández, RF), al que definió como ‘un ensayo de socialismo nacional, ni marxista ni dogmático’. El golpe militar del 4 de junio de 1943 recogió mucho de esta experiencia tan directa como intensa y cuya profunda influencia ha tenido secuelas, lamentablemente, hasta nuestros días”. Directo y sin anestesia: el virus del fascismo, inoculado cuando Perón vivió en Italia, sigue vivo entre nosotros y amenaza con vaciar a la república utilizando las estrategias que el editorialista se encargó de refrescarnos concienzudamente. ¿Todo regresa en nuestro país?, ¿como comedia o como tragedia? Sin ocultar sus intenciones, sigue el editorialista con las conclusiones de su juego comparativo: “Desde el tendido de redes clientelistas hasta el exagerado culto a la personalidad del líder; las persecuciones de figuras opositoras o independientes a través de aparatos de inteligencia estatal o de la agencia recaudadora de impuestos (cualquier semejanza con la realidad argentina corre por cuenta del lector, RF); los ataques a periodistas y la adopción de medidas gubernamentales orientadas a perjudicar económicamente a medios de prensa críticos del oficialismo (como denunciar la apropiación de Papel Prensa durante los años de la dictadura o aprobar por voto mayoritario del Congreso Nacional la ley de servicios audiovisuales, RF); la persecución de empresas consultoras que miden la inflación con criterios científicos (¡sic!) y por lo tanto más realistas que los oficiales; el sometimiento al escarnio público de ciudadanos y empresarios que osan cuestionar las políticas del Gobierno; el avasallamiento de la división de poderes y los arteros ataques al Poder Judicial son algunos claros ejemplos de un pensamiento totalitario de raíces fascistas”. ¿Le quedó claro, amigo lector, a dónde conduce la genealogía construida por el editorialista, la que comenzó con el año 1933 y que se continuó con el de 1923? Estamos casi en el fascismo. Vivimos el tiempo del fin de la república. La democracia está amenazada desde adentro. Y La Nación, tribuna de democracia que siempre la defendió contra todo intento golpista, se ofrece como la vanguardia esclarecida de una lucha decisiva que tiene como principal objetivo impedir que se instale en el país el totalitarismo. Si no fuese por los antecedentes del diario creeríamos estar leyendo la página de humor. Pero no, no se trata de una humorada, es la escritura destemplada y sin autocensura de quienes buscan, con distintos medios, avanzar sobre la democracia que los argentinos supimos duramente reconquistar de las manos de aquellos que, desde siempre, han escrito y leído La Nación. De una democracia, que mientras es convertida por los poderes corporativos en un pellejo vacío, le permiten subsistir, pero que cuando es habitada por un proyecto legitimado por el voto popular y la participación, se transforma inmediatamente en una amenaza a la que hay que desactivar. Su estrategia, que no es nueva y que se corresponde con la que viene llevando adelante la derecha continental, busca deslegitimar el extraordinario giro que desde principios de siglo viene desplegándose en algunos países sudamericanos. Van contra la ampliación de derechos y contra el novedoso entrecruzamiento de las libertades públicas y la distribución más igualitaria de la riqueza. Van, como siempre, contra los intereses populares.

fuente: Página 12

sábado, 8 de diciembre de 2012

LA IGUALDAD, LA DEMOCRACIA Y LOS INCONTABLES DE LA HISTORIA

por RICARDO FORSTER



Reflexionar políticamente sobre la cuestión, siempre acuciante, compleja y litigante de la “igualdad”, implica acercarse a su núcleo olvidado y, también, a aquello que la sigue colocando en la dimensión de lo subversivo, es decir, de lo que no puede ser reducido a la lógica despolitizadora del capital-liberalismo. Supone interpelar lo que de la democracia se pone en juego cuando la inquietud gira alrededor de la suma de los muchos en un sistema de cuentas que suele eludir la aritmética de los iguales en nombre de una naturalización de la desigualdad. Pero lo hace también asumiendo la diferencia y la diversidad como proliferación de multiplicidades en el interior de los iguales y nunca como negación homogeneizadora, abriendo, de ese modo, el puente de ida y vuelta entre la igualdad y la libertad, esa extraña pareja que se ha llevado tan mal a lo largo y ancho de la historia pero de cuya intercambiabilidad depende el destino de la propia democracia.
Vemos de qué manera la democracia es un espacio de litigio, pero también descubrimos su núcleo libertario en consonancia con la exigencia que la marca desde los orígenes y que se relaciona con la parte de los que no tienen parte en la suma de los bienes materiales y simbólicos, en ese plus que desestructura lo establecido, que desfonda lo que se ofrece como acabado y que se muestra como proliferación de formas abiertas. La democracia desplegada a lo largo de la historia no ha dejado de mutar y de buscar, una y otra vez, formas capaces de expresar lo inexpresable de su modo incompleto de ser. Su potencia recreadora se corresponde con el rebasamiento de los límites, con ese más allá de la ley que, sin embargo, no ha dejado de constituir uno de sus focos conflictivos allí donde los dominadores de cada época buscan cerrar el proceso de regeneramiento y de reinvención que permanentemente sacude a la vida democrática.
Pensar la democracia como lo ya establecido, cerrarla y acorralarla en el interior de fronteras definidas de una vez y para siempre ha constituido la contrautopía del poder. Los incontables han sido los portadores del ensueño igualitario que se guarda en la promesa originaria de la invención democrática (asumiendo, en su travesía por la historia, las diversas características de los ciudadanos no propietarios de la antigua Atenas, de la plebe romana, de los siervos de la Edad Media, de los pobres y miserables de los primeros tiempos del capitalismo, de las muchedumbres revolucionarias emergidas de lo más profundo del Tercer Estado, de los proletarios de una época dominada por la industria, de las masas desarrapadas y anónimas de las vastas regiones coloniales y semicoloniales, de los parias y de los explotados de todos los tiempos, de las multitudes de ayer y de hoy que siguen mostrando que algo no funciona en la aritmética de la democracia allí donde hay una parte, la mayoritaria, que se queda fuera de la suma).
Esos incontables que han atravesado, bajo diversas metamorfosis, el tiempo de la explotación y la desigualdad, constituyen lo irrepresentado del orden republicano, el lugar de los que no tienen lugar, el nombre de los que carecen de nombre porque son arrojados al anonimato de lo inconmensurable. El discurso del poder, su trama ideológica más decisiva ha buscado, desde siempre, invisibilizarlos o, cuando no lo ha logrado, expulsarlos de la decisión racional arrojándolos a los márgenes de la barbarie. Han sido, y siguen siendo, los bárbaros, los negros de la historia, la fuerza del instinto que amenaza quebrarle el espinazo a la ley de la República llevando a la sociedad a un tiempo sin tiempo de la noche civilizatoria.
Son el espanto y lo espectral de una memoria que insiste con recordarnos la violencia que se guarda en lo más profundo e íntimo de las multitudes. Es desde ese miedo a la anarquía, a la locura del desorden de los muchos, al rebasamiento de los controles que se fue montando el contradiscurso neoconservador de las últimas décadas del siglo veinte; un discurso que ha buscado desactivar la tradición de las rebeldías y de las insubordinaciones de aquellos que, al moverse como masa compacta y diversa, arremeten contra la estructura del sistema. Miedo, entonces, al regreso del sujeto activo y conciente de sus demandas y de su fuerza (aunque, y eso ya lo sabemos, no se trate de un sujeto unívoco ni signado por el “sentido” de la historia articulado con la verdad esencial de su destinación), de aquel que cuestiona con su sola presencia en la escena pública la transformación de la política en administración, en la acción contable de los gerentes que se dedican a gestionar, bajo distintas formas de ingeniería social, aquello que llamamos “la sociedad”.
Por eso, bajo el nombre de democracia se dicen cosas muy disímiles. Para unos es el cierre del horizonte imprevisible de la era de las revoluciones y la llegada al puerto seguro de la economía mundial de mercado enhebrada con la forma liberal-republicana como quintaesencia del ideal democrático. Para otros es, como siempre, un desafío sin garantías, una apertura permanente del horizonte de la inteligibilidad para aventurarse por nuevas regiones de la acción y del sueño transformador. Para los primeros, la historia ya está sellada. Para los segundos, el tiempo de esa misma historia sigue sin realizarse allí donde la promesa de la redención continua dibujándose como proyecto inconcluso. Para unos, la democracia es sinónimo de orden y seguridad, es decir, mutación republicana que debe ocuparse incansablemente de custodiar las amenazas que ponen en riesgo su legitimidad. Para los otros, el movimiento, la subversión, la conmoción y lo inesperado constituyen la fuerza vital de la democracia que es vivida no como perfección sino como confusión.

2. Girando nuestra perspectiva hacia América Latina (hasta ahora el centro de la resistencia contra las políticas neoliberales, resistencia que en estos meses calientes se despliega también en gran parte de los países árabes señalando la radical puesta en cuestión de un dispositivo de dominación que durante décadas sostuvo y fue cómplice de los mismos regímenes a los que ahora crítica y denuncia) podemos descubrir rasgos semejantes entre nuestros progresistas capaces de denunciar la envergadura explotadora y corrosiva del capitalismo mientras rechazan, con indignación neopuritana, la aparición de movimientos de raíz popular que, con sus desprolijidades y sus impurezas ideológicas, cuestionan en sus prácticas reales al sistema aunque todavía no lo hagan de ese modo “radical” tan caro al purismo de nuestros progresistas (quizás lo hacen del único modo que lo pueden hacer después de décadas de reconstruir pacientemente el daño producido por una cuantiosa derrota histórica que no dejó intocadas las ideas popular-emancipatorias).
El dominio de la ideología de un capitalismo postproductivo traía como una de sus consecuencias fundamentales un doble vaciamiento: de la política como lenguaje del conflicto y del sujeto social capaz de encarnar la disputa por la igualdad. Lo que resultó intolerable de la irrupción kirchnerista fue su a deshora, la absoluta anacronía de su presencia en un tiempo de clausura en el que sólo podía ser reconocido el pueblo como objeto de estudio de historiadores y antropólogos, de sociólogos y psicólogos pero ya no como sujeto del cambio histórico. En ese retorno de lo inesperado, en esa vuelta de tuerca de lo ausente, radica el escándalo de lo que en otro lugar he llamado “el nombre de Kirchner”. El litigio que atraviesa la vida democrática, invisibilizado pacientemente por los dispositivos ideológico-culturales del sistema, se ha vuelto a hacer presente recobrando, en parte y bajo nuevas perspectivas e invenciones, lo que desde siempre se guarda en la memoria de las multitudes y que, bajo determinadas circunstancias, vuelve a emerger para reintegrar la parte de los incontables en la suma de la distribución.
Un progresismo que terminó por reducir la democracia a su variante republicana e, incluso, redujo la propia idea de república a su forma más estanca y conservadora. Un progresismo que después de “recuperarse” de la borrachera revolucionaria transformó dramáticamente su mirada del mundo y de la historia hasta arrojar al tacho de los desperdicios aquellas ideas y aquellas luchas que tanto lo habían conmovido en un pasado no tan lejano pero que, ahora y bajo las seducciones de la sociedad global de mercado, habían mutado en testimonio del horror totalitario, en desvarío homicida (acoplado a las interpretaciones liberal-conservadoras de la historia moderna, nuestros progresistas aceptan la homologación, propuesta por esa ideología, entre movimientos revolucionarios, cuya matriz originaria la constituyó la Revolución francesa, y las diversas formas del totalitarismo). Para muchos progresistas de la era neoliberal significó instalarse en la comodidad de sus profesiones académicas y/o liberales (como se decía antes) desde las cuales fueron destejiendo los telares tejidos en una etapa de la historia cerrada por la llegada de un realismo adulto. Seguridad y tranquilidad que fueron convirtiéndose en rasgos de carácter, en afirmación de una nueva sensibilidad a contramano de una memoria que les recordaba las épocas del sobresalto. Si el precio a pagar era el de la lucha por la igualdad, lo pagarían. Si la consecuencia era destituir lo que otrora fue el reconocimiento del papel de las multitudes en las grandes gestas transformadoras, lo harían justificando teóricamente la decisión al convertir a esas mismas masas populares, antes garantes de la libertad y el cambio histórico, en fuerzas ciegas y manipulables, en aluviones pasivos de multitudes dirigidas por líderes populistas o, peor todavía, en masas telemáticas absolutamente vaciadas de toda conciencia.
Para los progresistas, arrojados con cuerpo y alma a las aguas puras del ideal republicano-liberal, la genealogía de las resistencias populares encontraban su legitimación sólo y en cuanto habían contribuido a la realización histórica de la democracia (restringida de acuerdo a esa matriz de “orden y progreso” portada por las clases dirigentes), pero se volvían sospechosas allí donde habían rebasado los límites permitidos y habían mezclado de forma alocada los distintos condimentos de la vida social. En nuestra actualidad, esas mezclas asumen los rasgos del “maldito populismo”, la destilación más degradada, así lo leen, de las tradiciones populares que abandonando su antigua matriz emancipatoria (clausurada de una vez y para siempre de acuerdo a las pautas ilustradas) se lanzaron, en tanto multitudes ciegas, a los brazos de dictadorzuelos bizarros o de aventureros inimputables capaces de travestir los ideales revolucionarios, de utilizar sus memorias más encendidas y venerables, para desquiciar la vida republicana, vaciar la democracia y enriquecer sus arcas privadas. Para los progresistas se trata de la llegada de los impostores que han logrado imponer un lenguaje de la impostura manipulando a su antojo los deseos de unas masas atrasadas que no han podido salir, todavía, del tutelaje y del clientelismo.
Sin siquiera sonrojarse eligen el partido de los dueños de la riqueza y del poder real para enfrentarse a los “usurpadores de las tradiciones libertarias”. Algunos de ellos, autodesignados como custodios de la verdadera tradición revolucionaria o nacional-popular, no dudan en aliarse con las derechas a la hora de buscar la destitución de gobiernos caracterizados como impostores y falseadores de la memoria popular. Incapaces de leer las complejidades de esta etapa de la historia, y más incapaces para descubrir las impurezas de la lucha política, salen al ruedo afirmando su condición de “verdaderos exponentes de las ideas revolucionarias” y denunciando a los gobiernos que en la actualidad sudamericana, con sus idas y vueltas, con sus logros y sus errores, han reabierto el surco de la historia emancipatoria, como los enemigos a derrotar, como portadores de una peste que infecta a los pueblos. Aquello que dicen de los Kirchner en Argentina, también lo dicen, los respectivos “puritanos”, de Evo Morales en Bolivia o de Correa en Ecuador. Ni Chávez ni Lula, que también han contribuido, con sus peculiaridades, a la riqueza de este momento latinoamericano, escapan a estas caracterizaciones.
Pero también –los progresistas que se han vuelto liberalrepublicanos-, en la continuidad de su profundo rechazo de lo que otrora fueron los ideales de la revolución, asumen, como propia, la mirada prejuiciosa de las clases ricas respecto a la emergencia de movimientos populares que buscan, bajo nuevas experiencias y nuevos lenguajes que se enhebran con sus historias, avanzar en sumar a los que no participan de la distribución. Un doble rechazo atraviesa su visión: de la idea de igualdad como centro nuclear del litigio democrático (de una igualdad que apunta a lo que no se reparte de lo material y de lo simbólico) y de la potencia regeneradora de vida colectiva que se guarda en el interior de la reconstitución del pueblo. Sin siquiera percatarse de ello han adquirido los prejuicios que antes de ayer repudiaban. Para ellas el fin de la era de las revoluciones, su inevitable crepúsculo, no significa la imperiosa necesidad de buscar nuevas maneras de resistir a la injusticia y de avanzar hacia el sueño de otra sociedad, sino la asunción, liza y llana, de un fin de la historia entendido como llegada, nos guste o no, al puerto del mercado global y de su socia inevitable, la democracia liberal. Lo demás es violencia, populismo, desorden y autoritarismo.

fuente: 2016

viernes, 23 de noviembre de 2012

Israel, lo judío, los palestinos y los dilemas de la historia



 Por Ricardo Forster

1

En un ensayo medular, George Steiner despliega una honda y perturbadora reflexión alrededor del equívoco inevitable que atraviesa de lado a lado a esa extraña nación que llamamos Israel (digo extraña porque suele medírsela con una vara muy distinta a la que se utiliza con el resto de las naciones del mundo, una vara signada por lo absoluto, por la pureza total de la que debería dar cuenta por su origen o la del más brutal de los envilecimientos que acaba por transformarla en la patria diabólica, en la nueva encarnación del mal; nada, cuando se habla de Israel, es directo ni ingenuo). Cito, entonces, a Steiner: “En el manifiesto fundacional y secular del sionismo, el Judenstaat de Herzl, el lenguaje y la visión imitan orgullosamente al nacionalismo de Bismarck. Israel es una nación en grado máximo: vive armada hasta los dientes. Para sobrevivir día a día, ha obligado a otros hombres a vivir sin hogar, los ha convertido en seres serviles, desheredados (durante dos milenios, la dignidad del judío consistía en ser demasiado débil para hacer que otro ser humano viviese de forma tan inhóspita y difícil como él mismo). Las virtudes de Israel son las de la sitiada Esparta. Su propaganda, su retórica del autoengaño son tan desesperadas como las de cualquier nacionalismo de la historia. Bajo una presión externa e interna, la lealtad se ha atrofiado dando paso al patriotismo, y el patriotismo ha dado paso al chovinismo. ¿Qué lugar, qué excusa cabe en esa plaza fuerte para la ‘traición’ del profeta, para el rechazo de Spinoza a la tribu? El humanismo, dijo Rousseau, es ‘un hurto cometido contra la patrie’. Bien cierto”. (“El texto, tierra de nuestro hogar”.)
Desde la lejanía de su historia, el pueblo de Israel ha sabido atravesar diversas vicisitudes tanto espirituales y materiales como políticas, culturales y sociales; ha conocido al dios de la guerra y de la venganza del mismo modo que supo escuchar la voz clara y potente de los profetas que clamaban contra las injusticias cometidas en su nombre; conoció el reino davídico-salomónico, ese que sería convertido en leyenda y en promesa restitutivo-mesiánica olvidando las penurias de los “constructores de los palacios”, esas masas anónimas que siempre fueron explotadas a lo largo de la historia, para enaltecer la majestuosidad de los poderosos amparados por el “brazo fuerte” de Yahvé; pero también conoció el exilio, la dispersión de las tribus, el sometimiento a los distintos imperios de la antigüedad; supo de la resignación y de la rebeldía; conoció la palabra única y desafiante de Amós y de Isaías que supieron desgarrar los velos de las mentiras y de las injusticias fundando una tradición que se continúa hasta nuestros días; desplegó los lenguajes de una nueva ética que supo hacer del huérfano, de la viuda, del pobre y del extranjero el eje central de la hospitalidad y del acogimiento del otro; supo construir la patria en el Libro cuando perdió la tierra natal.
En su seno convivieron el deseo tribal, ese que recogía los mitos y los símbolos de un pueblo único, fuerte, capaz de someter a otros pueblos y de erigirse en una nación poderosa, junto con la universalización de la promesa mesiánica, esa que se transformaría en el humus de las siembras más significativas que se hicieron en nombre de la libertad y la igualdad de todos los seres humanos. Pueblo girado sobre sí mismo, enclaustrado en su autorreferencialidad; pueblo de la escritura y de lo abierto, hijo de un nuevo cosmopolitismo asociado a la interpretación interminable del libro; pueblo del desarraigo convertido, por los poderosos de ayer a lo largo de dos milenios, en extranjero eterno, en paria, en labrador de palabras en el viento porque carecía de tierras para cultivar. Pero pueblo también, ahora que encontró su propia pesadilla nacionalista, capaz de ejercer formas brutales de violencia y sometimiento contra otro pueblo. Dilema que desgarra una historia que no le ha ahorrado ninguna dificultad incluyendo la de poner un límite a sus propios extravíos. Auschwitz, ese nombre maldito, no puede ser convertido en justificador eterno ante acciones que en el presente cuestionan sus mejores tradiciones humanistas y libertarias. La razón de Estado acaba transformándose, y con Israel está sucediendo, en el pantano de los ideales. Cada quien tendrá que dar cuenta de su propia miseria moral. Y hoy los palestinos, en especial los que mal viven en Gaza, son las víctimas de una terrible injusticia. Que otros se ocupen de analizar los males ajenos (que están allí y no pueden ni deben ser minimizados), a mí me preocupa y me ocupa cuestionar una violencia que no sólo le hace daño al pueblo palestino sino que termina por dañar profundamente al propio Israel. Difícil regresar del envilecimiento militarista y del poder brutal de las armas cuando la asimetría es imposible de ocultar. Un pueblo-paria capaz de convertirse en su antípoda.

2

Un pueblo, como escribía –en 1916 y desde el frente de batalla– el filósofo judeo-alemán Franz Rosenzweig en La estrella de la redención, que al renunciar a dar la sangre en defensa de la tierra se convirtió en el pueblo de la eternidad del tiempo (por esas paradojas de la historia y de las pasiones, Rosenzweig pensaba que el destino del judaísmo se había sellado con esa renuncia que le había permitido sustraerse al olvido que la historia les tenía reservados a la mayoría de los pueblos de la antigüedad que decidieron dar sus vidas, derramar sus sangres, para defender un pedazo de tierra o un Estado, lo mismo da, transformándose apenas en una nota a pie de página en los libros de historia. Renunciando a ese acto guerrero los judíos se transformaron radical y absolutamente haciendo de la diáspora y de la lectura el laberinto inconcluso de una patria sin dominios ni violencias que se fue construyendo alrededor y en el interior de ese libro quemado por los poderes cristianos a lo largo de siglos y siglos y que lleva el nombre de Talmud –libro sin potestades definitivas ni principios de autoridad demarcatorios y censores; libro de márgenes y glosas, de interpretaciones inacabables, de discusiones que subvierten la continuidad del tiempo–).
A la sombra de ese libro inabarcable y de las escrituras bíblicas se levantaría, en los años dominados por la cristiandad medieval, la sabiduría de los cabalistas, maestros no sólo del lenguaje y de sus misterios, sino portadores de una interrogación inagotable capaz de hurgar en los secretos del mundo mientras la hostilidad y la violencia se cegaban con los cuerpos y los libros del pueblo errante. De esa saga de lectores infatigables, de buceadores de perlas en los fondos oceánicos de la vida y de las escrituras, saldrían los heterodoxos y los herejes, los fieles cultores del ritual y los forjadores de nuevas sendas. Allí se inscribirían los nombres de Maimónides y de Spinoza, de Mendelsohn y de Marx, de Rosa Luxemburgo y de Walter Benjamin, de Sigmund Freud y de Franz Kafka. Nombres para recordar la rama dorada de un humanismo en vías de extinción, amenazado desde adentro y desde afuera por una sociedad de la depredación económica, cultural, militar y social. Hace tiempo que Israel ya no responde a esas tradiciones, sino a la reinante razón de Estado, como la mayoría de las naciones del planeta. La vía nacional-militar que viene emprendiendo con mayor intensidad desde la Guerra de los Seis Días ha herido muy duramente a lo mejor que esa sociedad guardaba dentro de sí. Lo que le queda ahora es la mitificación y la sordera ante el dolor del otro, del despojado, del expropiado, del nuevo paria. ¿Era esa la razón de ser de los sueños de Martin Buber y de Gershom Scholem, de Ahad Haam y de Leibowitz?
Para Rosenzweig, que escribió y vivió antes de la Shoá, la alternativa planteada por el sionismo se desviaba de lo que él consideraba las fuentes y las riquezas del judaísmo diaspórico, esa extraordinaria cualidad de habitar la eternidad del tiempo sin plegarse a las idolatrías nacionales. Discutió amargamente con Gershom Scholem quien, en esos años previos al nazismo, eligió dirigir sus pasos hacia Jerusalén para defender allí, junto a algunos otros entre los que se encontrarían el fundador de la Universidad Hebrea y Martin Buber, la idea de una nación para dos pueblos, la búsqueda de la convivencia judeo-palestina. Los sueños de Scholem y de Buber, también en parte los de Einstein, de aquello que se llamó el sionismo cultural y que aspiraba a un hogar compartido, quedarían seriamente dañados por el triunfo de la opción de un sionismo nacionalista y signatario de la Realpolitik que se apresuró a aniquilar cualquier posibilidad de diálogo y de entrelazamiento con las poblaciones árabes nativas, que también guardaban en su seno sectores que se oponían a cualquier acuerdo (vale la pena recordar las negociaciones con la Alemania hitleriana del muftí de Jerusalén –máximo representante palestino– para no pecar de ingenuidad histórica volcando la balanza y la responsabilidad de un solo lado). Un corte trágico se iniciaba, un corte que volvía a confrontar, en el interior de la experiencia judía, su núcleo tribal-nacional con su otro núcleo cosmopolita-universalista. En estos días de violencia despareja parecería que el primero de esos núcleos terminará por anular sin piedad al segundo.

3

Hace unos pocos años, sacudido por la guerra del Líbano, escribí en este mismo diario las siguientes líneas que quisiera volver a citar: “Toda guerra es miserable y dolorosa; nada justifica la muerte de civiles, la destrucción de ciudades, el horror del bombardeo permanente. Matar en nombre de cualquier fe, religiosa o secular, es, siempre, un crimen. El ejército israelí mata, Hezbolá mata, Hamas mata, Siria mata, Irán mata, Estados Unidos mata... y la lista es mucho más larga, casi inacabable, y atraviesa la geografía entera del planeta. La guerra, en sus múltiples versiones y justificaciones, nos deja desamparados en tanto seres humanos, nos comunica con la crueldad que llevamos muy dentro de nosotros. Por supuesto que no todas las guerras son iguales, ni todas las muertes representan lo mismo. Ha habido guerras inevitables, guerras brutales, guerras en nombre de la libertad que acabaron por expandir la opresión, guerras contra el totalitarismo, guerras de liberación nacional que expulsaron al opresor para imponer otro régimen de dominación tanto o más cruel y represivo. Israel no es la excepción, ni es la Cenicienta de las naciones ni es el diablo, ese monstruo en el que lo quieren convertir algunos de nuestros progresistas. Israel ha librado distintas guerras, ha matado y ha sufrido, ha intentado tejer la paz y también la ha boicoteado, ha tenido en su interior voces ejemplares que llamaron y lo siguen haciendo insistentemente a la concordia entre los pueblos, que reclaman el derecho a un Estado palestino, y voces reaccionarias que sueñan con el Gran Israel proyectado desde las escrituras bíblicas y transformados, esos sueños, en delirios de dominación y destrucción. Israel es un país complejo, abigarrado, pleno de contradicciones, sus calles han sido y siguen siendo escenarios de debates políticos, de manifestaciones de distinto tipo, de exigencias en nombre de la paz y de la guerra”. Hoy, cuando escribo estas otras líneas mi pesimismo ha crecido indignado y hondamente dolido ante lo que el ejército israelí, como fuerza de opresión, está haciendo con el pueblo palestino y esto más allá de la excusa que se llama “Hamas” (que no representa los valores democrático-humanistas que ha sabido cultivar ese pueblo sufrido, que, antes bien, ha sido y sigue siendo un factor de violencia en nombre de otras formas del fanatismo). Se trata, ahora, en este preciso momento, de la supervivencia moral del pueblo y de la sociedad israelí, que ha optado en su mayoría por cerrar los ojos ante el sufrimiento del otro para cebarse en su propia ira profundamente atravesada por el prejuicio, la intolerancia y el olvido de su propia historia. Sin paz, sin derecho palestino a su Estado, sin abrir Jerusalén como ciudad de la hospitalidad, todos, tarde o temprano, y en especial los judíos, volveremos a ser extranjeros. Una supervivencia que, aunque lo niegue, depende de renunciar al sometimiento de los palestinos en nombre de una seguridad nacional atrofiada por una derecha nacionalista israelí que sólo parece querer buscar el camino de la guerra asociándose a quienes, del otro lado, también desean su perpetuación.


fuente: Página 12 

lunes, 19 de noviembre de 2012

Recordar


Por Ricardo Forster *
¿Cómo regresar a aquellos años únicos sin sentir una extraña mezcla de emoción, temblor, nostalgia e inquietud? ¿Cómo dejar que la memoria haga el complejo trabajo de la rememoración y que acabe por elegir lo que guardamos sin saberlo? ¿De qué manera recordar aquellos que fuimos en los años iniciáticos? ¿Cómo escribir de quienes ya no están pero persisten, inconmovibles, en imágenes de una juventud espectral? Girar nuestra mirada para regresar al pasado, a cierto pasado que nos ha marcado para siempre, no resulta sencillo. ¿Quiénes fuimos? ¿Qué nos conmovió de tal modo como para lanzarnos a la aventura de la transformación del mundo? Eramos demasiado jóvenes, algunos quinceañeros, todos dispuestos a ser parte de una cofradía que lograba entrelazar la política imaginada como revolución con la amistad, la pasión amorosa, el riesgo y, claro, cierta inocencia que nos permitía plantarnos ante la injusticia de la sociedad con toda la hermosa prepotencia de quienes viven con plenitud sus años salvajes. No había, entre nosotros, cálculo alguno ni mezquindades. Creíamos en ideales transformadores y en la arcaica potencia de lo utópico. Nos sentíamos elegidos para abrir las sendas de una nueva historia. No imaginábamos, no podíamos hacerlo, que el precio a pagar por ese derrame de militancia e idealismo sería la entrada en la noche más oscura. Vivíamos la plenitud de cada día, de cada instante creyendo que el mañana sería nuestro y que en el riesgo se jugaba, también, la oportunidad de ser actores de un tiempo preñado de esperanzas. La muerte no era otra cosa, no podía serlo, que la entrada al mito, la metamorfosis heroica de quienes habían caído llevando las banderas de la revolución. Allí estaba la imagen eternizada del Che para recordarnos que no podíamos morir porque seguiríamos viviendo en cada compañero hasta el día de la victoria final en el que todos, absolutamente todos, nos reencontraríamos en las avenidas de la libertad y la igualdad. No podíamos siquiera imaginar que la muerte también nos sería escamoteada, que el aura de heroicidad sería convertida en imagen pesadillesca de lo que no podía ser pensado como posible. Ya no se trataba del Che ni de los combatientes, ni del ejemplo militante... de repente se abrió una fosa delante nuestro que pareció tragarse todo bajo ese nombre espantoso: “desaparecido”. Por eso el camino laberíntico de la rememoración busca restituir lo que se intentó borrar; intenta recuperar rostros y vidas que también fueron las nuestras y que seguimos añorando.
No puedo regresar a ese tiempo espléndido y terrible sin eludir la trampa del anacronismo, esa misma que nos hace juzgar lo que hicimos y quienes fuimos desde la severidad adulta o, peor todavía, desde un mundo que se ha puesto de espaldas a esa otra época en la que creíamos que podíamos tocar el cielo con las manos. Para mí, cuando viajo por los pasadizos de la memoria, cuando regresan los rostros entrañables de los que ya no están, no hay otra cosa que la nostalgia de aquello que fuimos, de aquello que soñamos, de las interminables discusiones en las que cada quien arrojaba sus propias impertinencias, de esa insaciable búsqueda que nos lanzó, sin que lo supiéramos, al más absoluto de los riesgos. En nuestras adolescencias fulgurantes vivimos con una prisa que presagiaba, quizá, que lo que no nos sobraría sería el tiempo. Una extraña suspensión de la temporalidad, un vivir el instante como si fuera eterno caracterizó, eso lo pienso a la distancia, aquella experiencia generacional en la que todo se ofrecía como posible. Sueño y voluntad, intrepidez y cierta arrogancia se conjugaron con el deseo ferviente de metabolizar en nosotros, en nuestras vidas, el ideal revolucionario. Generosidad y locura, ¿podía haber sido diferente? ¿Hubiéramos transitado del modo como lo hicimos la historia de aquellos años si la cordura hubiera definido nuestras actitudes? Lo dudo. El precio que se pagó –terrible, inmenso, brutal– fue la consecuencia de un sistema que no podía permitir que esos jóvenes siguieran inventando otro mundo.
Tengo demasiado presente el vértigo de aquel año emblemático –1973—; cierro lo ojos y me encuentro de nuevo en el viejo edificio de la calle Amenábar. Vuelve, siempre, la imagen y la presencia de Memo. Su luz. Era el mayor de nosotros, lo admirábamos por su inteligencia y por la pinta que tenía. Luego llegaría el tiempo de leer su poesía y de seguir admirando su frescura y su capacidad, siempre, para quedarse con la más linda. Con Memo recorrí los primeros pasos de la militancia. Juntos, más Ariel y Martín y después el Tupa formamos la célula del FLS en el colegio y cumplimos un papel destacado en la inolvidable toma que nos transformó, por un par de días, en jóvenes libertarios capaces de interrumpir la continuidad de una educación autoritaria y descorazonadora. Entre el 11 de marzo y el 25 de mayo del ’73 aquello fue una fiesta. Todo estaba ahí: la agrupación, los primeros juegos de la clandestinidad adolescente, el fervor revolucionario, las manifestaciones, la noche del 25 caminando hacia Devoto para liberar a los presos, la extraordinaria sensación de pertenencia, de ser parte de algo grande y de hacerlo con los amigos. Una generación que, heredera de los movimientos de los ’60 que inventaron al joven y a sus rebeldías, nos convertía a nosotros, que recién entrábamos al escenario de la historia, en insólitos actores de un drama cuyo final no podíamos entrever. Tal vez, eso siempre lo pensé, el final se devoró de mala manera, junto con los amigos del alma, la exquisita locura de aquellos sueños. Claudio Ferraris (Memo para los días militantes y para el empecinamiento de la memoria) brilla, a lo lejos, con la luz de esas ilusiones; pero también brilla desde su bella juventud, en su poesía, en su generosidad para dar lo que no podía dar. Muchas veces trato de imaginar, sabiendo que era el mejor de nosotros, la vida que hubiera merecido vivir. Siento una gran tristeza por no poder sentir la nostalgia de esa vida, por no haber podido ser testigo de sus logros.
Pero también tengo un profundo agradecimiento por esos años, por el aprendizaje, por los sueños compartidos, por las noches mimeografiando panfletos y cuadernillos, por las interminables charlas acompañadas del hambriento deseo de saber más, por la ilusión grabada para siempre en aquel graffiti de mayo del ’68: “La imaginación al poder”. Los nombres de los que ya no están con nosotros siguen insistiendo para recordarnos, siempre, que hay fidelidades antiguas y fundamentales que nos acompañan a lo largo de la vida. Merleau Ponty decía que él nunca había logrado curarse de su incomparable infancia; nosotros, quizá, nunca acabaremos de curarnos de nuestra incomparable adolescencia compartida con aquellos compañeros a los que tanto extrañamos.
* Este texto fue escrito para recordar a los estudiantes desaparecidos del Colegio Nacional Nro. 8 Julio A. Roca durante los años del terrorismo de Estado. Hoy, a las 10.30, se colocarán las baldosas en su memoria en la vereda del actual edificio del colegio: Zuberbühler 1850, detrás de la estación Belgrano R del ferrocarril Mitre.

fuente: Página 12

viernes, 29 de junio de 2012

Los griegos, la democracia y el anarcocapitalismo





por Ricardo Forster
Lo sepamos o no, nuestro lenguaje político guarda la memoria de un remotísimo pasado en el que se inventaron las palabras con las que todavía intentamos nombrar las diferentes y antagónicas formas a través de las que imaginamos la sociedad. Palabras que arrastran, en su larga marcha por el tiempo, litigios que regresan, una y otra vez, sobre nosotros recordándonos que mientras persista la injusticia o la desigualdad, mientras la suma de los incontables quede afuera de la distribución igualitaria de las decisiones y del pan, seguirá habiendo “política” y la democracia, su alojamiento indispensable, permanecerá como expresión de lo irresuelto.
La democracia, sistema que hoy se despliega a través de una parte considerable del planeta, no es ni ha sido el producto de una decisión mancomunada y pacífica que, en los albores de Occidente, tomo el conjunto del pueblo ateniense. Fue, ayer como hoy, el resultado de un conflicto, la evidencia de una comunidad partida, la larga travesía de los incontables por ser parte de la suma y por quebrar la geometría de las jerarquías nacidas del dinero, la propiedad y la sangre para habilitar la aritmética de los iguales. Los griegos no se encontraron sin esperarlo, y como si fuera un regalo de los dioses olímpicos, con la democracia. No se trató ni de una esencia que esperaba su oportunidad para ofrecerse a los seres humanos ni de un dato de la naturaleza. Fue, antes bien, la consecuencia de la invención social o, como diría el filósofo Cornelius Castoriadis, la evidencia primigenia de un imaginario social-colectivo capaz de quitarle la soberanía al tirano o a los oligarcas para construirla desde el propio demos transformando el poder, hasta ese momento otorgado por los dioses o por la fuerza inescrutable del destino y sostenido en el secreto de lo que proviene del reino de lo sagrado, en una experiencia pública, visible y deliberativa.

Por primera vez se instituyó un ámbito de debate, el ágora, al que tenían acceso todos los ciudadanos en condiciones de igualdad, es decir que todos, absolutamente todos, tenían el mismo derecho a tomar la palabra independientemente de su condición social o de sus cualidades retóricas (a eso se lo llamó isegoría) y a que lo hicieran con entera libertad (el nombre que se le dio a ese giro revolucionario fue el de parresía). Fueron las reformas de Efialtes, Pericles y Clístenes, en ese extraño y fascinante siglo V a.C., las que abrieron la extraordinaria experiencia de la asamblea de los iguales cuyos cargos electivos se resolvían nada más ni nada menos que por sorteo (¿Imagina el amigo lector las consecuencias si esa fuese la forma de elegir nuestras autoridades? ¿Qué pasaría si fuese el azar el que determinara quiénes se convertirían en representantes del pueblo y no la fortuna, el poder de la publicidad y el mercado, la meritocracia o la trenza política? ¿No será, acaso, que aquella antigua sabiduría de los atenienses comprendió que el sorteo era el modo más democrático de ampliar la suma de los incontables abriendo la posibilidad de que el carpintero, el campesino, el albañil, el remero, el rapsoda, el comerciante, el propietario de tierras, el plebeyo y el noble, todos por igual, estuvieran en condiciones de ser miembros de la asamblea del demos?).

Nuestra utopía no tiene un horizonte tan lejano ni ejemplar, no pretende regresar al demos y a los debates igualitarios de la antigüedad griega, sabe de los caminos recorridos en 2.500 años de historia y de las enormes dificultades para construir nuestras propias democracias después de milenios de teocracias, monarquías, aristocracias, oligarquías, autoritarismos de distinto pelaje y dictaduras que usufructuaron, por gracia divina o de algún sujeto oportunamente inventado para la ocasión, el derecho de las multitudes a darse su propio gobierno. Pero también sabe de democracias convertidas en espantapájaros de aquellos valores de igualdad y participación; de procesos que han concluido en el vaciamiento de las prácticas esenciales de un sistema político que se basa en la continua ampliación de sus fronteras y en la permanente incorporación de aquellos que siendo parte de la comunidad suelen quedar invisibilizados o, peor todavía, excluidos de los derechos (una de las piedras de escándalo para el racismo europeo, ese que también desplegaron bajo el formato de la criminalización de los sin papeles los gobiernos de origen socialdemócrata, es que en la plataforma política presentada por el partido de la izquierda radical griega –Siryza–, los extranjeros residentes en la Hélade pasan a tener los mismos derechos ciudadanos que los habitantes autóctonos).

Algo nuevo está creciendo en la patria de la democracia, algo que pese al terrorismo mediático con el que se buscó atemorizar a la mayor parte de los votantes griegos, y más allá del pírrico triunfo de la derecha y de sus aliados ajustistas, lleva la impronta de un renacimiento popular que busca, de una manera insospechada hasta no hace mucho tiempo, en América latina –y en particular en nuestro país– el ejemplo a seguir a la hora de sustraerse al abrazo de oso de los bancos europeos comandados por la insaciable Alemania de Angela Merkel. Podrán subir las bolsas europeas creyendo que el resultado electoral aleja el espectro del default y, mucho peor todavía, la posibilidad de que una alternativa ajena al neoliberalismo decida, con apoyo popular, los destinos griegos. Lo que no podrán es evitar que la continuidad de un plan brutal de recortes de gastos públicos que afectan directamente a la salud y la educación, que la búsqueda desenfrenada de la panacea del equilibrio fiscal eliminando el demonio del déficit no conlleve una profundización de la depresión económica y un crecimiento devastador de la tasa de desocupación y que el rescate impúdico de los bancos –actores y responsables centrales de la crisis– no condicione todavía más a economías exhaustas. No habrá sido el último domingo el día en que la mayoría del pueblo griego logró sacarse el miedo ante la intemperie con la que amenazaban las grandes usinas mediáticas del establishment financiero-político europeo, pero ya veremos de qué manera en los próximos meses la derecha encontrará su propio límite. Intentar curar al enfermo utilizando las mismas recetas que lo llevaron al borde de sus fuerzas vitales es un simple acto de suicidio. El pueblo griego, heredero de una tradición de rebeldías y de grandes invenciones libertarias, sabrá encontrarse con su propia hora.

¿Qué es la democracia? ¿Cómo funciona hoy en los países europeos en medio de las tormentas de una crisis económica que ha dejado en evidencia algunos problemas “estructurales” del propio sistema democrático? ¿Qué piensan últimamente los ciudadanos griegos del valor –devaluado– de su palabra –punto de partida de la isegoría de los antiguos helenos y núcleo central de la invención democrática– a la hora de tomar decisiones fundamentales para una sociedad atenazada por políticas diseñadas allende sus fronteras? ¿Y qué opinan los españoles de la profundización de una crisis que viene demoliendo sistemáticamente sus derechos y sus condiciones de vida a la par que muestra la aceleración con la que los partidos políticos hegemónicos se han puesto de acuerdo para fijar constitucionalmente los límites del endeudamiento y del déficit fiscal sin consultar a la ciudadanía, además de implementar un recorte del gasto social de niveles brutales? ¿Y el ejemplo de los islandeses que decidieron tomar el toro por las astas y enjuiciar a los responsables de su catástrofe económica: los banqueros, además de repudiar una deuda espuria, pero cuya iniciativa es prolijamente silenciada por la gran prensa mundial que prefiere desconocer una acción decididamente democrática y participativa para desplazar su atención a la zona de pánico que tiende a aterrorizar y por lo tanto a paralizar al resto de los habitantes de un continente extenuado y confundido? ¿Esto era la democracia: la soberanía de los mercados por sobre los ciudadanos, la prioridad de las cuentas fiscales sobre los derechos sociales, la apatía de los muchos ante la voluntad omnipresente de los pocos que visten las ropas de los dueños del capital? ¿El enmudecimiento de la voluntad popular en nombre de una construcción artificial que ha servido para el enriquecimiento de los especuladores? ¿Tendrá que atravesar Europa el largo camino de la agudización de la crisis para reencontrarse con aquella antigua tradición ateniense que inventó la democracia como ámbito de la igualdad y a la política como el instrumento para conquistarla?

Un miedo profundo, visceral, recorre Europa y ya no se trata de aquel fantasma del comunismo con el que Marx comenzaba un famoso manifiesto escrito en 1847: el miedo es el de la bancarrota de un sistema que, en los últimos 50 años, llevó a la mayor parte de los países europeos a niveles de vida inimaginados en otras regiones del mundo. La crisis, desencadenada por “los dioses dormidos” que se han despertado bajo la forma mefistofélica del mercado y de sus maquiavélicos especuladores, ha venido a poner en cuestión el mito de la democracia como fundamento intangible del liberalcapitalismo para poner sobre la mesa una evidencia indisimulable: que la prioridad es la del mercado y sus ingentes necesidades que, como las fauces hambrientas de un monstruo bíblico, se abre para engullir todo a su alrededor, incluso derechos adquiridos y certezas que se disuelven ante las miradas sorprendidas de sociedades inermes.

Estas preguntas pueden resultar extrañas para quienes asocian espontánea y naturalmente la democracia con la realidad actual de las sociedades europeas. Desde que en el Viejo Continente se derrotó a los totalitarismos (primero el nazifascista y, más cerca de nosotros, el soviético), los europeos se han dedicado a expandir por el mundo un relato hegemónico y homogéneo que transforma a esa región del planeta en la casa de nacimiento de la democracia y en su núcleo pedagógico esencial. Un continente que supo pasar por la trituradora de carne a más de 100 millones de seres humanos sólo en el interior de sus fronteras entre 1845 y 1945 (el siglo en el que se echaron las bases de la expansión imperial y de la “verdad democrática” europea bajo la condición del saqueo del resto de los continentes y la superexplotación de sus propios trabajadores), que también supo ser la cuna de las ideologías más homicidas que ha inventado la humanidad (y que han opacado, a lo largo de un tramo decisivo del siglo XX, esa otra tradición ilustrada y democrática que también encontró en esa geografía su punto de partida) se ha dedicado, con especial fruición, a ofrecer al resto de las regiones del planeta el manual de la verdadera democracia y de su perfecto funcionamiento, ¿dónde?, pues en Europa.

¿Qué estarán pensando los griegos mientras se desencadena sobre sus cabezas las tempestades del dios de la época que tiene la forma de la economía global de mercado? ¿Cómo imaginan que funciona la democracia allí donde se les expropió, en su momento, la capacidad de decidir sobre sus vidas en nombre de la liturgia y la fe del capitalismo contemporáneo que les exige más y más tributos para saciar su apetito infinito y para calmar la furia despertada por las “desprolijidades del gasto” griego? Extrañas vicisitudes de una realidad que, al quitarse los velos que ocultaban el funcionamiento real del sistema, ofrece la imagen de un rostro brutal en el que lo único que cuenta son los intereses de los grandes bancos y financieras, resorte último de un poder que fue fagocitando la médula de lo democrático allí donde transformó en letra muerta el derecho de los pueblos a decidir sobre su destino.

¿Y la democracia? Bien, gracias, pero no nos quedemos con menudencias cuando lo que está en juego es la salud del capitalismo global. La democracia funciona cuando los poderes consideran que no colisiona con sus intereses. Los cultores contemporáneos de la mitificación liberal republicana (que en nuestro país son legión a la hora de criticar la falta de “calidad y seriedad de nuestras instituciones” comparándolas con las de los “países serios”, esos mismos que convierten a la democracia en un pellejo vacío) nada dicen de esta nueva forma de colonialismo intraeuropeo ni de la sumisión de la propia democracia a las demandas, prioritarias, de lo que Cristina, en un giro conceptual notable y desmitificador, llamó “anarcocapitalismo financiero”. Los límites de la República se encuentran, eso quedó en evidencia, allí donde los intereses del mercado, que son siempre los de los poderosos –en este caso los alemanes que han sido los grandes beneficiarios de esa “idílica” construcción que se llama la Comunidad Europea y que fue diseñada por el maquiavelismo neoliberal durante las fatídicas décadas finales del siglo pasado en detrimento de aquellos que imaginaban una unidad europea basada no en la mercadolatría sino en los principios de la libertad y la igualdad–, se imponen sobre el conjunto de la sociedad. ¿Podrán los griegos recuperar la memoria de su antigua democracia e impedir que, en su nombre, se la vacíe de todo contenido? Algo de eso estamos intentando los sudamericanos que hemos aprendido a remar contra la corriente. Tal vez, por qué no, sea en estas regiones donde vuelva a brillar la llama de la democracia mientras en los países europeos los pueblos son conminados a aceptar, con absoluta resignación, lo que otros deciden en su nombre y contra sus intereses. Los antiguos griegos inventaron algo insólito, los actuales habitantes de esas tierras míticas se resisten, como pueden, a que les quiten hasta la memoria de ese hecho inaudito que viene del fondo de su historia. El enemigo de la democracia no es otro que ese anarcocapitalismo financiero que, en nombre de las necesidades fantasmales del mercado y de sus operadores, rapiña el derecho de un pueblo a elegir su propio camino.