por RICARDO FORSTER
Reflexionar políticamente sobre la cuestión, siempre acuciante,
compleja y litigante de la “igualdad”, implica acercarse a su núcleo
olvidado y, también, a aquello que la sigue colocando en la dimensión de
lo subversivo, es decir, de lo que no puede ser reducido a la lógica
despolitizadora del capital-liberalismo. Supone interpelar lo que de la
democracia se pone en juego cuando la inquietud gira alrededor de la
suma de los muchos en un sistema de cuentas que suele eludir la
aritmética de los iguales en nombre de una naturalización de la
desigualdad. Pero lo hace también asumiendo la diferencia y la
diversidad como proliferación de multiplicidades en el interior de los
iguales y nunca como negación homogeneizadora, abriendo, de ese modo, el
puente de ida y vuelta entre la igualdad y la libertad, esa extraña
pareja que se ha llevado tan mal a lo largo y ancho de la historia pero
de cuya intercambiabilidad depende el destino de la propia democracia.
Vemos de qué manera la democracia es un espacio de litigio, pero
también descubrimos su núcleo libertario en consonancia con la exigencia
que la marca desde los orígenes y que se relaciona con la parte de los
que no tienen parte en la suma de los bienes materiales y simbólicos, en
ese plus que desestructura lo establecido, que desfonda lo que se
ofrece como acabado y que se muestra como proliferación de formas
abiertas. La democracia desplegada a lo largo de la historia no ha
dejado de mutar y de buscar, una y otra vez, formas capaces de expresar
lo inexpresable de su modo incompleto de ser. Su potencia recreadora se
corresponde con el rebasamiento de los límites, con ese más allá de la
ley que, sin embargo, no ha dejado de constituir uno de sus focos
conflictivos allí donde los dominadores de cada época buscan cerrar el
proceso de regeneramiento y de reinvención que permanentemente sacude a
la vida democrática.
Pensar la democracia como lo ya establecido, cerrarla y acorralarla en
el interior de fronteras definidas de una vez y para siempre ha
constituido la contrautopía del poder. Los incontables han sido los
portadores del ensueño igualitario que se guarda en la promesa
originaria de la invención democrática (asumiendo, en su travesía por la
historia, las diversas características de los ciudadanos no
propietarios de la antigua Atenas, de la plebe romana, de los siervos de
la Edad Media, de los pobres y miserables de los primeros tiempos del
capitalismo, de las muchedumbres revolucionarias emergidas de lo más
profundo del Tercer Estado, de los proletarios de una época dominada por
la industria, de las masas desarrapadas y anónimas de las vastas
regiones coloniales y semicoloniales, de los parias y de los explotados
de todos los tiempos, de las multitudes de ayer y de hoy que siguen
mostrando que algo no funciona en la aritmética de la democracia allí
donde hay una parte, la mayoritaria, que se queda fuera de la suma).
Esos incontables que han atravesado, bajo diversas metamorfosis, el
tiempo de la explotación y la desigualdad, constituyen lo irrepresentado
del orden republicano, el lugar de los que no tienen lugar, el nombre
de los que carecen de nombre porque son arrojados al anonimato de lo
inconmensurable. El discurso del poder, su trama ideológica más decisiva
ha buscado, desde siempre, invisibilizarlos o, cuando no lo ha logrado,
expulsarlos de la decisión racional arrojándolos a los márgenes de la
barbarie. Han sido, y siguen siendo, los bárbaros, los negros de la
historia, la fuerza del instinto que amenaza quebrarle el espinazo a la
ley de la República llevando a la sociedad a un tiempo sin tiempo de la
noche civilizatoria.
Son el espanto y lo espectral de una memoria que insiste con
recordarnos la violencia que se guarda en lo más profundo e íntimo de
las multitudes. Es desde ese miedo a la anarquía, a la locura del
desorden de los muchos, al rebasamiento de los controles que se fue
montando el contradiscurso neoconservador de las últimas décadas del
siglo veinte; un discurso que ha buscado desactivar la tradición de las
rebeldías y de las insubordinaciones de aquellos que, al moverse como
masa compacta y diversa, arremeten contra la estructura del sistema.
Miedo, entonces, al regreso del sujeto activo y conciente de sus
demandas y de su fuerza (aunque, y eso ya lo sabemos, no se trate de un
sujeto unívoco ni signado por el “sentido” de la historia articulado con
la verdad esencial de su destinación), de aquel que cuestiona con su
sola presencia en la escena pública la transformación de la política en
administración, en la acción contable de los gerentes que se dedican a
gestionar, bajo distintas formas de ingeniería social, aquello que
llamamos “la sociedad”.
Por eso, bajo el nombre de democracia se dicen cosas muy disímiles.
Para unos es el cierre del horizonte imprevisible de la era de las
revoluciones y la llegada al puerto seguro de la economía mundial de
mercado enhebrada con la forma liberal-republicana como quintaesencia
del ideal democrático. Para otros es, como siempre, un desafío sin
garantías, una apertura permanente del horizonte de la inteligibilidad
para aventurarse por nuevas regiones de la acción y del sueño
transformador. Para los primeros, la historia ya está sellada. Para los
segundos, el tiempo de esa misma historia sigue sin realizarse allí
donde la promesa de la redención continua dibujándose como proyecto
inconcluso. Para unos, la democracia es sinónimo de orden y seguridad,
es decir, mutación republicana que debe ocuparse incansablemente de
custodiar las amenazas que ponen en riesgo su legitimidad. Para los
otros, el movimiento, la subversión, la conmoción y lo inesperado
constituyen la fuerza vital de la democracia que es vivida no como
perfección sino como confusión.
2. Girando nuestra perspectiva hacia América Latina (hasta ahora el
centro de la resistencia contra las políticas neoliberales, resistencia
que en estos meses calientes se despliega también en gran parte de los
países árabes señalando la radical puesta en cuestión de un dispositivo
de dominación que durante décadas sostuvo y fue cómplice de los mismos
regímenes a los que ahora crítica y denuncia) podemos descubrir rasgos
semejantes entre nuestros progresistas capaces de denunciar la
envergadura explotadora y corrosiva del capitalismo mientras rechazan,
con indignación neopuritana, la aparición de movimientos de raíz popular
que, con sus desprolijidades y sus impurezas ideológicas, cuestionan en
sus prácticas reales al sistema aunque todavía no lo hagan de ese modo
“radical” tan caro al purismo de nuestros progresistas (quizás lo hacen
del único modo que lo pueden hacer después de décadas de reconstruir
pacientemente el daño producido por una cuantiosa derrota histórica que
no dejó intocadas las ideas popular-emancipatorias).
El dominio de la ideología de un capitalismo postproductivo traía como
una de sus consecuencias fundamentales un doble vaciamiento: de la
política como lenguaje del conflicto y del sujeto social capaz de
encarnar la disputa por la igualdad. Lo que resultó intolerable de la
irrupción kirchnerista fue su a deshora, la absoluta anacronía de su
presencia en un tiempo de clausura en el que sólo podía ser reconocido
el pueblo como objeto de estudio de historiadores y antropólogos, de
sociólogos y psicólogos pero ya no como sujeto del cambio histórico. En
ese retorno de lo inesperado, en esa vuelta de tuerca de lo ausente,
radica el escándalo de lo que en otro lugar he llamado “el nombre de
Kirchner”. El litigio que atraviesa la vida democrática, invisibilizado
pacientemente por los dispositivos ideológico-culturales del sistema, se
ha vuelto a hacer presente recobrando, en parte y bajo nuevas
perspectivas e invenciones, lo que desde siempre se guarda en la memoria
de las multitudes y que, bajo determinadas circunstancias, vuelve a
emerger para reintegrar la parte de los incontables en la suma de la
distribución.
Un progresismo que terminó por reducir la democracia a su variante
republicana e, incluso, redujo la propia idea de república a su forma
más estanca y conservadora. Un progresismo que después de “recuperarse”
de la borrachera revolucionaria transformó dramáticamente su mirada del
mundo y de la historia hasta arrojar al tacho de los desperdicios
aquellas ideas y aquellas luchas que tanto lo habían conmovido en un
pasado no tan lejano pero que, ahora y bajo las seducciones de la
sociedad global de mercado, habían mutado en testimonio del horror
totalitario, en desvarío homicida (acoplado a las interpretaciones
liberal-conservadoras de la historia moderna, nuestros progresistas
aceptan la homologación, propuesta por esa ideología, entre movimientos
revolucionarios, cuya matriz originaria la constituyó la Revolución
francesa, y las diversas formas del totalitarismo). Para muchos
progresistas de la era neoliberal significó instalarse en la comodidad
de sus profesiones académicas y/o liberales (como se decía antes) desde
las cuales fueron destejiendo los telares tejidos en una etapa de la
historia cerrada por la llegada de un realismo adulto. Seguridad y
tranquilidad que fueron convirtiéndose en rasgos de carácter, en
afirmación de una nueva sensibilidad a contramano de una memoria que les
recordaba las épocas del sobresalto. Si el precio a pagar era el de la
lucha por la igualdad, lo pagarían. Si la consecuencia era destituir lo
que otrora fue el reconocimiento del papel de las multitudes en las
grandes gestas transformadoras, lo harían justificando teóricamente la
decisión al convertir a esas mismas masas populares, antes garantes de
la libertad y el cambio histórico, en fuerzas ciegas y manipulables, en
aluviones pasivos de multitudes dirigidas por líderes populistas o, peor
todavía, en masas telemáticas absolutamente vaciadas de toda
conciencia.
Para los progresistas, arrojados con cuerpo y alma a las aguas puras
del ideal republicano-liberal, la genealogía de las resistencias
populares encontraban su legitimación sólo y en cuanto habían
contribuido a la realización histórica de la democracia (restringida de
acuerdo a esa matriz de “orden y progreso” portada por las clases
dirigentes), pero se volvían sospechosas allí donde habían rebasado los
límites permitidos y habían mezclado de forma alocada los distintos
condimentos de la vida social. En nuestra actualidad, esas mezclas
asumen los rasgos del “maldito populismo”, la destilación más degradada,
así lo leen, de las tradiciones populares que abandonando su antigua
matriz emancipatoria (clausurada de una vez y para siempre de acuerdo a
las pautas ilustradas) se lanzaron, en tanto multitudes ciegas, a los
brazos de dictadorzuelos bizarros o de aventureros inimputables capaces
de travestir los ideales revolucionarios, de utilizar sus memorias más
encendidas y venerables, para desquiciar la vida republicana, vaciar la
democracia y enriquecer sus arcas privadas. Para los progresistas se
trata de la llegada de los impostores que han logrado imponer un
lenguaje de la impostura manipulando a su antojo los deseos de unas
masas atrasadas que no han podido salir, todavía, del tutelaje y del
clientelismo.
Sin siquiera sonrojarse eligen el partido de los dueños de la riqueza y
del poder real para enfrentarse a los “usurpadores de las tradiciones
libertarias”. Algunos de ellos, autodesignados como custodios de la
verdadera tradición revolucionaria o nacional-popular, no dudan en
aliarse con las derechas a la hora de buscar la destitución de gobiernos
caracterizados como impostores y falseadores de la memoria popular.
Incapaces de leer las complejidades de esta etapa de la historia, y más
incapaces para descubrir las impurezas de la lucha política, salen al
ruedo afirmando su condición de “verdaderos exponentes de las ideas
revolucionarias” y denunciando a los gobiernos que en la actualidad
sudamericana, con sus idas y vueltas, con sus logros y sus errores, han
reabierto el surco de la historia emancipatoria, como los enemigos a
derrotar, como portadores de una peste que infecta a los pueblos.
Aquello que dicen de los Kirchner en Argentina, también lo dicen, los
respectivos “puritanos”, de Evo Morales en Bolivia o de Correa en
Ecuador. Ni Chávez ni Lula, que también han contribuido, con sus
peculiaridades, a la riqueza de este momento latinoamericano, escapan a
estas caracterizaciones.
Pero también –los progresistas que se han vuelto liberalrepublicanos-,
en la continuidad de su profundo rechazo de lo que otrora fueron los
ideales de la revolución, asumen, como propia, la mirada prejuiciosa de
las clases ricas respecto a la emergencia de movimientos populares que
buscan, bajo nuevas experiencias y nuevos lenguajes que se enhebran con
sus historias, avanzar en sumar a los que no participan de la
distribución. Un doble rechazo atraviesa su visión: de la idea de
igualdad como centro nuclear del litigio democrático (de una igualdad
que apunta a lo que no se reparte de lo material y de lo simbólico) y de
la potencia regeneradora de vida colectiva que se guarda en el interior
de la reconstitución del pueblo. Sin siquiera percatarse de ello han
adquirido los prejuicios que antes de ayer repudiaban. Para ellas el fin
de la era de las revoluciones, su inevitable crepúsculo, no significa
la imperiosa necesidad de buscar nuevas maneras de resistir a la
injusticia y de avanzar hacia el sueño de otra sociedad, sino la
asunción, liza y llana, de un fin de la historia entendido como llegada,
nos guste o no, al puerto del mercado global y de su socia inevitable,
la democracia liberal. Lo demás es violencia, populismo, desorden y
autoritarismo.
fuente:
2016