Considerado como una referencia teórica por muchos
kirchneristas, Ernesto Laclau explicó a Página/12 por qué no conviene
extremar los conflictos y tampoco diluirlos. Su simpatía por Venezuela,
Bolivia y Ecuador. La influencia de su padre, de Jorge Abelardo Ramos y
de Arturo Jauretche.
Por Martín Granovsky
Vive
en el Reino Unido, donde despliega su vida académica desde los años ’60,
pero viaja cada vez con mayor frecuencia a la Argentina. Esta vez
presentará un nuevo número de la revista que dirige, Debates y combates,
y el martes dará una conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras.
Nacido en Buenos Aires en 1935, Ernesto Laclau contó a este diario
algunas claves de su formación y accedió a una entrevista donde dejó en
claro sus antipatías, sus afinidades y sus indiferencias.
–Mi padre era radical yrigoyenista –relató Ernesto Laclau sobre
Ernesto Laclau–. Fue el jefe civil de la sublevación radical frustrada
contra (el presidente de facto) José Félix Uriburu en 1931 y tuvo que
exiliarse en Uruguay. Volvió a ingresar al país para participar del
levantamiento de (el ex edecán de Yrigoyen, Gregorio) Pomar en
Corrientes, que también fracasó. Volvió a escapar. Los periódicos lo
llamaban Doctor Polvorosa. Regresó al país en el ’32 cuando volvió el
régimen constitucional. Estuvo muy cerca del forjismo y mantuvo una gran
amistad con varias de sus figuras. Fue íntimo amigo hasta el final de
su vida de Arturo Jauretche.
–¿Su padre se hizo peronista después, como otros dirigentes de la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina?
–Nunca se hizo peronista. Pero mi padre tampoco era un gorila al que
se le salieran los pelos por las orejas. Siguió manteniendo sus
relaciones con muchos del forjismo que entraron al peronismo. Para mí
eso resultó muy formativo.
–¿Qué fue lo formativo?
–Mi padre era un hombre de una gran cultura. Podía hablar sobre
muchísimos temas y tenía una gran amplitud de espíritu para hablar con
personas de orientaciones diferentes. Y eso en loa años formativos de
uno es muy importante. Recuerdo haberlo acompañado a Jorge Abelardo
Ramos a conversar con él y se llevaron muy bien. No había ya,
evidentemente, afinidades ideológicas. Pero se dio una continua relación
intelectual y de intercambio de ideas.
–¿La suya era una casa con mucha discusión política?
–Sí. Me acuerdo siempre de una historia. Cuando éramos adolescentes,
un día durante un almuerzo mis hermanos y yo discutíamos con mi padre
sobre todo lo humano y lo divino. Y se escucha la voz de mi madre: “En
esta casa las ideas sobran. Lo que falta es plata”. Mi padre era
abogado. Durante el gobierno de Arturo Illia fue embajador en Dinamarca.
Militante en el radicalismo toda su vida.
–Usted no se hizo radical.
–No. Entré en 1958 al Partido Socialista Argentino, que a comienzos
de los ’60 empezó a dividirse en varias fracciones. Entonces quedé en el
Partido Socialista Argentino de Vanguardia y estuve allí durante el
poco tiempo que duró unido. Me fui por desacuerdos políticos a fines del
’62 y formamos en la Facultad de Filosofía y Letras el Frente de Acción
Universitaria. A fines del ’63 hubo una confluencia de nuestro
movimiento con el Partido Socialista de la Izquierda Nacional que había
fundado Jorge Abelardo Ramos. Entré al PSIN, que consiguió una especie
de cooptación. También entró conmigo Ana Lía Payró, que como yo pasó a
formar parte de la mesa nacional del PSIN. Durante varios años fui
director de Lucha Obrera, el semanario del partido. En el ’68 varios nos
separamos no tanto por la ideología sino por la forma en que el partido
operaba. Sobre eso yo tenía crecientes desacuerdos.
–¿A qué se debían los desacuerdos?
–El partido era sumamente leninista en sus formas de organización.
Recuerdo haber tenido una conversación con Ramos cuando me estaba yendo.
Le dije: “Abelardo, el partido está dentro en un clima histórico en que
se está dando una centralidad creciente de lo nacional popular. Es un
proceso imparable. Lo que no está claro es quién va a ocupar el lugar
central en ese proceso. Lo peor que le puede ocurrir al país es que esa
centralidad sea ocupada por la guerrilla, porque eso va a llevar a un
baño de sangre”. Claro, nunca pensé que iba a ocurrir a tal punto lo que
ocurrió después. También le dije a Ramos que había que descargar al
partido de determinantes ideológicos no esenciales, porque si no íbamos a
terminar siendo una especie de secta separada de las orientaciones
generales que llevan a la gente a tomar decisiones simples, más simples
que las elaboradas después de discusiones sobre lo que ocurrió en cada
etapa de la Revolución Rusa.
–¿Qué le contestó Ramos?
–Lo recuerdo: “Somos la vanguardia del proletariado argentino y
tenemos que educar a la clase obrera con la mano peluda del
marxismo-leninismo”. Nos fuimos del partido convencidos de que lo
nacional popular era y sería absolutamente central. Por eso mi afinidad
con Arturo Jauretche, más allá de que fuese amigo de mi padre. Lo
frecuenté todo el resto de su vida.
–Se murió en 1974 y a su velatorio fueron muy pocos. ¿Por qué?
–Jauretche murió en el ’74. Yo ya estaba en Inglaterra.
–¿Qué motivó que fuera a Inglaterra?
–Algo completamente casual. En el ’66 yo había sido nombrado
profesor universitario en la Universidad de Tucumán. Pero a los seis
meses vino el golpe de Juan Carlos Onganía. Expulsó de la universidad a
cerca de mil profesores. Después de seis meses perdí mi cargo y me fui a
trabajar al Instituto Di Tella en una investigación cuyo asesor externo
era Eric Hobsbawn. Le gustó mucho mi trabajo.
–¿Sobre qué tema?
–Aproximaciones históricas a la cuestión de la marginalidad social.
Me preguntó si quería que él me consiguiera una beca de Oxford. Le dije
que sí porque no tenía ninguna perspectiva en la Argentina. Así fue que
viajé, sin haber pensado jamás en hacerlo con anterioridad. En el ’73
estuve casi por volver pero acababa de ganar mi cargo de profesor
universitario en Essex y pensé que iba a quedar muy mal si a los dos
meses de haber sido nombrado volvía a la Argentina. Decidí dejar pasar
un par de años. Claro, en ese tiempo vino el golpe. Ya había hecho mi
vida allá. Después del ’83 empecé a venir con mayor frecuencia a la
Argentina.
–¿Y cómo resultó Inglaterra para una persona definida como nacional popular? ¿Le hacía algún ruido?
–No. Había una gran proporción de estudiantes latinoamericanos y
había una gran receptividad para lo que yo planteaba. Me veían como un
intelectual latinoamericano.
–Dejó de ser un militante, por lo menos en el sentido tradicional.
–Después de que me fui del PSIN, la cuestión de la militancia...
Mire, yo participaba dando entrevistas y con una serie de actividades
periodísticas y eso lo seguí haciendo en Inglaterra. Estaba a favor del
espíritu de los años ’70 pero muy en contra del militarismo. Esa sigue
siendo mi posición actual. De alguna manera una posibilidad histórica se
perdió a través del giro militarista. Participé en muchos foros. En los
años del horror no desarrollé ninguna militancia específica pero sí
participé en actividades respecto de los derechos humanos en los años
duros. Después de eso, cuando se abrió la posibilidad de una acción
política, empecé a desarrollar mis ideas de una manera más sistemática. A
partir del 2003 se abrió una nueva realidad, con la asunción de Néstor
Kirchner, y aquí estoy. No me siento a mí mismo como argentino sino como
latinoamericano. Las ideas que aprendí en la izquierda nacional las
sigo sosteniendo. La latinoamericanidad de nuestro proyecto es una de
las fuentes de nuestra identidad política.
–Hay visiones distintas sobre los procesos políticos de los
últimos años en la región. Unos análisis hacen hincapié en las
diferencias entre, por ejemplo, Venezuela, Ecuador y Bolivia por un lado
y Brasil, Uruguay y la Argentina, por otro, y otros análisis prefieren
hablar de distintos caminos nacionales dentro de un mismo proceso
general.
–Yo a la Argentina la pondría más en el eje de Venezuela, Bolivia y
Ecuador. Pero creo que el clivaje que se da en América latina tiene sus
raíces históricas. Hay que ver cuál fue la experiencia de la democracia
en el continente. A diferencia de Europa, la región nunca experimentó el
parlamentarismo como movimiento progresivo. Allá los parlamentos
representaron la defensa del Tercer Estado frente al absolutismo real.
En América latina, en la segunda mitad del siglo XIX, se trató de la
consolidación de las oligarquías locales, y el Ejecutivo fue muchas
veces la fuente de los cambios. Pasó en Chile. A comienzos de la década
de 1890 el Parlamento chileno se opuso a los proyectos nacionalistas del
presidente (José Manuel) Balmaceda.
–Quería terminar con el monopolio extranjero sobre el salitre.
–Sí. Por eso digo que en América latina se da una especie de
divisoria en la experiencia democrática de las masas. Por un lado la
democracia liberal y por otro la democracia nacional popular. La segunda
se encarnó en regímenes como el varguismo en Brasil, como el primer
aprismo, como el peronismo, como el primer ibañismo en Chile, como el
Movimiento Nacionalista Revolucionario en Bolivia. Esa división entre la
democracia liberal y la democracia nacional popular está siendo
superada al presente. Si bien los regímenes latinoamericanos son parte
de esa matriz histórica, hoy ya no entran en colisión con las formas del
Estado liberal democrático sino que las integran: elecciones, división
de poderes, etcétera. O sea que estamos quizás en el mejor momento
democrático de los últimos 150 años. La evaluación de un régimen hay que
hacerla desde el punto de vista del significado global de un movimiento
y del cauce histórico que un movimiento organiza. Así es en toda
América latina.
–¿No menciona poco a Brasil en su descripción regional?
–Brasil es un componente esencial de todo este proceso. Pero allí el
movimiento jacobino de lo nacional popular tuvo que ser paliado por una
serie de otras consideraciones. Nunca tuvo un populismo histórico de
las características del peronismo. Brasil era un país enormemente
regionalizado y Getúlio Vargas tuvo que ser el articulador de
movimientos regionales sumamente diversos. Juan Perón, en cambio, fue el
representante de un movimiento cuya base política y social estaba
unificada. A través de interpelar al triángulo industrial de Buenos
Aires, Córdoba y Rosario Perón apelaba a un movimiento homogéneo. En
Brasil no se dio. El único que se lanzó a tener un tipo de discurso
cuasi peronista fue Joao Goulart, y así le fue. Ese tipo de
discontinuidad se ha dado en Brasil hasta el presente. Un fenómeno como
el de Lula muestra ese tipo de ambigüedad.
–¿De verdad le parece ambiguo el fenómeno de Lula?
–De todos modos, debo decirle que en los momentos decisivos tomó una
posición definitivamente cercana a lo nacional popular. Por ejemplo en
Mar del Plata en el 2005 se opuso a la propuesta de formar el Area de
Libre Comercio de las Américas. Gracias a la oposición de Brasil es que
el ALCA no funcionó. El punto es que Lula debió establecer compromisos
con fuerzas sociales, expresadas a través de formas políticas, en un
marco más difícil, por ejemplo, que el afrontado por Rafael Correa. Si
hubiera que hacer una caracterización gruesa diría que Brasil se ubica
en el eje nacional popular. Chile, en cambio, vivió una transición
mediante el pacto con las fuerzas del pasado. Solo ahora, a través del
movimiento estudiantil y una protesta más fuerte, hay un realineamiento
hacia la izquierda. En Uruguay todo está en la balanza. Teníamos antes a
Tabaré Vázquez. Después del ALCA se fue a los Estados Unidos a tratar
de establecer un acuerdo comercial, que no consiguió. Era incompatible
con las reglas del Mercosur. Encontró oposición interna de su partido en
la persona de Reinaldo Gargano, el canciller que era un dirigente
histórico del Partido Socialista en la tradición de Vivian Trías. Con
Pepe Mujica las cosas han mejorado, pero igual Uruguay sigue siendo un
país que está un poco en la balanza.
–¿Qué tipo de intelectual es usted?
–Un intelectual tradicional sería incompatible con el tipo de
posición política que siempre mantuve. No defiendo cosas en las que no
creo. Y como un intelectual orgánico participo en el quehacer público.
Por ejemplo, al dar una entrevista y opinar sobre lo que pasa. Yo pongo
juntos el quehacer intelectual y la actividad política. Antonio Gramsci
decía que un intelectual orgánico tiene la práctica de la articulación.
Un periodista y un organizador sindical podían serlo. Finalmente, el
intelectual orgánico y el militante son una misma cosa para Gramsci.
–Y, como intelectual orgánico tal cual se define, ¿cuáles
son en su opinión los principales desafíos regionales de aquí en
adelante?
–En temas más globales el desafío fundamental para América latina en
los próximos años es cómo conectar dos ideas que en principio son
difíciles de combinar: el principio de la autonomía y el principio de la
hegemonía. No hay expansión de un sistema democrático sin un sistema de
proliferación de cadenas que amplían las demandas. Eso es lo que
implica la autonomía. Pero, al mismo tiempo, si esas formas autónomas de
la voluntad de las masas no son unificadas en torno de ciertos
significantes centrales, no habrá acción a largo plazo. Una de las cosas
que me preocupa de los movimientos libertarios en Europa es que ellos
enfatizan casi exclusivamente el momento de la autonomía. Pero sin
voluntad de construir un Estado alternativo, las voluntades tenderán a
diluirse. Y del otro lado, insistir exclusivamente en el momento de la
hegemonía negando el momento de la autonomía es pecar de un
hiperpoliticismo que niega a los movimientos sociales en su autonomía.
Ese es el dilema: cómo unificar la dimensión horizontal y la dimensión
vertical. Me parece que no lo están haciendo mal el chavismo en
Venezuela, la revolución ciudadana en Ecuador, Evo Morales en Bolivia y
hasta cierto punto el kirchnerismo en la Argentina.
–¿Por qué dice “hasta cierto punto”?
–En la Argentina todavía no se logró una confluencia completa entre
el momento autónomo de la voluntad de los sectores populares y el
momento de la construcción del Estado. Está en proceso. Faltaría todavía
la confluencia de las dos dimensiones. Desde el 2001 se dio una enorme
expansión horizontal de la protesta social: las fábricas recuperadas,
los piqueteros, etcétera... Por otro lado, el kirchnerismo intenta
construir un Estado popular. La confluencia en cualquier régimen es
difícil. En el caso argentino se dieron avances decisivos aunque no se
plasmó en fórmulas.
–¿Qué retardaría esa confluencia?
–Lo que puede retardarlas es una tendencia de los movimientos
sociales a afirmarse como completamente independientes del Estado, tal
cual ocurre con los indignados en España. Y lo que puede retardar la
confluencia a nivel del momento hegemónico sería una tendencia
centralizante que ignore la autonomía. En Grecia hay una confluencia de
las dos dimensiones. Jean-Luc Mélenchon trata de hacerlo en Francia.
–¿Cómo juegan los conflictos en esa confluencia que usted preconiza?
–Por un lado está el institucionalismo. La idea de que toda demanda
puede ser vehiculizada a través de los aparatos del Estado. Por otro el
populismo: la ruptura frente al poder. Las dos tendencias consideradas a
fondo y en términos absolutos son incompatibles. Hay que encontrar un
intermedio. El conflicto no debe ser erradicado con la concepción de que
toda demanda puede ser absorbida por el sistema, como lo pensaba (el
primer ministro británico entre 1874 y 1880) Benjamin Disraeli con la
idea de One nation, una nación. El proyecto del populismo sería que las
demandas se aglutinen alrededor de un punto ruptural y que entonces
exista un conflicto que no pueda ser obturado por nada. El
institucionalismo puro lleva a la ausencia de política, porque busca que
toda demanda pueda ser mediada administrativamente. El populismo puro
también lleva a la ruptura de la política, porque no habría ninguna
mediación. La idea gramsciana es la construcción de una mediación
política. En eso estamos. Jorge Abelardo Ramos decía que la sociedad
nunca está polarizada entre el manicomio y el cementerio. El jacobinismo
extremo fue una forma de manicomio de lo político. El pueblo era
definido de una forma cada vez más aberrante y no había ninguna
posibilidad de construcción política institucional. El institucionalismo
es la sustitución de la política por la administración. Julio Argentino
Roca pedía paz y administración. En la bandera brasileña esa verdadera
iglesia de Brasil que fue el positivismo de Augusto Comte puso “Ordem e
progreso”. Si la realidad avanza solo por lo institucional, se
consolidará el poder corporativo. Si solo avanza el populismo, no habrá
un marco institucional para lo social.
–¿Cuál sería hoy la situación de la Argentina al respecto?
–No estamos mal. Existen fuerzas autónomas y existe un Estado que tiene capacidad de respuesta frente a las pulsiones sociales.
fuente:
Página 12